Megalomanías

EL CORREO 10/03/14
LUIS HARANBURU ALTUNA

La megalomanía es un estado psicopatológico caracterizado por delirios de grandeza, poder, riqueza u omnipotencia. La megalomanía es, también, una de las características constitutivas de los nacionalismos. Engrandecer lo propio por encima de la realidad es una pulsión asociada a la desmesura de creerse más alto, más rápido y más inteligente. La megalomanía es a veces un síntoma de desórdenes psicológicos como el complejo de superioridad o la compulsión eufórica, donde el sujeto aquejado de esta perturbación tiende a ver situaciones que no existen o a imaginarlas de una forma tal que solo él termina creyendo. En las cuestiones militares, la megalomanía suele ser compañera de la derrota y, no pocas veces, conduce a confundir la derrota con el armisticio. Es lo que a ETA le está ocurriendo.

Ya, hace dos años, en su declaración del cese de la violencia, ETA hablaba de las «estructuras militares» que pretendía desactivar, sugiriendo la importancia de su poderío militar y la envergadura de sus arsenales. Pero la realidad parece más modesta y, según un alto representante de Bildu, todas las armas de la banda cabrían en un camión. Pero el show grabado en Toulouse con la actuación estelar de Manikkalingam y su equipo, parece indicar que lo del camión es una exageración megalómana y las armas realmente existentes en poder de ETA –excepción hecha de los contenidos en los zulos que estarían siendo vigilados por las fuerzas de seguridad-–, tal vez, cabrían en una discreta furgoneta.

En estos días se ha recordado lo acontecido con la disolución de ETA p-m, que al negociar el cese de sus actividades fue incapaz de entregar unas armas por la sencilla razón de que sus arsenales estaban vacíos. Ante una hipotética escenificación de su desarme, por lo visto, llegaron a pedir prestadas las armas a la Policía.

El terrorismo siempre suele tratar de infundir miedo exagerando su capacidad letal. Unos pocos miembros fanatizados son capaces de sembrar el terror en el seno de toda una nación. Basta recordar lo que ocurrió en el atentado del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York, cuando un puñado de suicidas sembró el pánico y la desolación en la nación más poderosa del mundo. La falta de correspondencia entre las «estructuras militares» del terrorismo y las fuerzas de seguridad convencionales de un Estado se incrementa exponencialmente cuando la violencia es utilizada de manera ciega, golpeando a la población civil e inerme. ETA ha utilizado el terror para multiplicar su influencia y lo ha hecho de manera eficaz utilizando la violencia indiscriminada de sus atentados. Una y otra vez sus comandos eran apresados y sus armas requisadas, pero una sola pistola es suficiente para sembrar el terror y la muerte. Es lo que mejor ha sabido hacer. Su poder era nuestro miedo y a medida que hemos recobrado el ánimo y la serenidad, el terror de ETA nos parece cosa del pasado.

Ahora que ETA ha dejado de matar y ha manifestado su renuncia a la violencia, el miedo que infundía ha decrecido de manera palpable. Ya no es lo que era y tiene graves dificultades para mantener su poder con solo sus añagazas dialécticas. Su megalomanía persiste, pero ahora sus pretensiones se nos antojan patéticas y carecen de credibilidad. El desarme era el último cartucho de su pasada megalomanía, pero Manikkalingam y sus verificadores lo han convertido en una maniobra fallida. Las pocas armas, el sello en el papel y la caja de cartón que restituía los hierros a los héroes encapuchados representan el escenario de una farsa, que tiene en la desmesura la razón de la irrisión. Es la megalomanía convertida en su variable cómica.

Pero la comicidad del suceso, no nos debe mover a risa, sino más bien a la preocupación por todo cuanto está rodeando el final anunciado de ETA. La plétora de intermediarios, facilitadores y verificadores, a razón de 750 euros por día, ha puesto en evidencia el negocio de la paz. Y digo negocio no por el contenido crematístico del asunto, sino por los intereses políticos que están aflorando en aras de la paz. Una paz que el nacionalismo entiende como la obtención de los logros políticos que la violencia hacía imposibles u odiosos. Para el común de los ciudadanos, la paz consiste en que ETA ha dejado de matar, extorsionar y amedrentar, pero para los artífices del etnopacifismo incrustados en el seno del Gobierno vasco y en los aledaños de la izquierda abertzale, la paz equivale a la soberanía o a hacer buenas las razones que han movido a ETA.

Es lamentable que nuestro lehendakari, a quien se le presuponía la prudencia y la templanza que el momento requiere, haya acudido de forma precipitada a hacerse la foto en Madrid con Manikkalingam y Jonan Fernández. No son las maneras de un lehendakari y es inevitable pensar en la desmesura que supone su presencia a las puertas de la Audiencia Nacional, como si de un ‘hooligan’ abertzale se tratara.

El nacionalismo vasco nunca ha sabido concluir con honor un conflicto. Ya en la Guerra civil, el PNV no acertó a concluir su guerra en Santoña. Los continuos aplazamientos y las fintas de los dirigentes del Ejército vasco hicieron imposible una rendición honorable. En aquella ocasión, la megalomanía no pudo evitar que la cruda realidad se impusiera. Las dilaciones y los movimientos de opereta no pudieron impedir la clamorosa derrota. La megalomanía de los nacionalistas acabó en el deshonor de una rendición sin paliativos. Solo Ajuriaguerra estuvo a la altura de las circunstancias.

ETA debería aprender la lección de Santoña y jugar con presteza las cartas de su autodisolución y desarme. El tiempo ya ha vencido, ya no queda más alternativa que reconocer la derrota y solicitar la clemencia del Estado de Derecho. Tratar de conseguir en la derrota lo que no se pudo lograr con las armas es solo una ofuscación de megalómanos.