Cristian Campos -El Español
Hace unos días hablé sobre Cayetana Álvarez de Toledo con la jefa de gabinete de un político español a raíz de las tensiones entre las dos almas del PP. El alma marianista-sorayista-feijóoista y el alma cayetanista.
La primera alma del PP está convencida de que el centro es el PSOE, esté el PSOE en Pinto, en Valdemoro o en la galaxia de Andrómeda. La segunda está convencida de que el centro es la Constitución del 78 y el régimen de libertades derivado de ella. Cuanto más se aleja el PSOE de la Constitución, más incompatibles son ambas almas.
Mi jefa de gabinete, por su parte, no es la arquetípica asesora del político de turno, una de esas que ha llegado al puesto desde las juventudes del partido o gracias a su amistad con el jefe de filas. Esta es de las que ganan elecciones. Cuando eso es posible, claro.
Hay días en los que mi interlocutora me parece una Maquiavelo del siglo XXI con la piedad de una leona hambrienta frente a una gacela woke de la generación Z. Cuando tú todavía andas calculando las derivadas a dos semanas vista de tal o cual movimiento político, ella anda ya por las elecciones de 2023.
Donde yo veo propaganda e incluso maldad –soy un ateo de moral cristiana–, ella ve virus con los que infectar la mente del votante. Si el virus es bueno, zombificará al huésped y le hará ganar las elecciones. Si es malo, el virus morirá sin dejar rastro. ¿Dónde está la externalidad negativa?
Cuando le pedí que me ayudara a comprender cómo piensa Iván Redondo, me mandó a leer. Concretamente, el libro The Gatekeepers, de Chris Whipple. Otros me habrían recomendado House of Cards. Y algunos, ni siquiera eso: si consiguen que les entrevisten en La Sexta, ya han hecho el día. Esa es toda su ciencia.
–Redondo no es ningún genio –me dijo un día–. Lo que hace es sólo política. Y quien no entienda que a la política se juega con las reglas de política, es que no entiende nada.
–El fin justifica los medios, ¿eh? –le contesté yo.
–¿En política? Con que tengas claro el fin, basta. El fin no es algo etéreo, es algo concreto. El problema es que esto es baloncesto, y hay partidos políticos que se empeñan en darle al balón con el pie.
A veces me pone en la pista de tal o cual clave por la que otros periodistas darían su alma y le veo un aire al Al Pacino de El abogado del diablo. «La culpa es como un saco de ladrillos. Sólo hay que dejarlo caer al suelo».
A veces sospecho que la gacela soy yo.
Mi interlocutora afirma que Cayetana es incontrolable. Inteligente, pero incontrolable. Y la política, dice, «también es equipo». A fin de cuentas, los leones cazan en manada.
En la cosmovisión de mi interlocutora, alguien como Adriana Lastra, moradora de páramos intelectuales muy alejados de los de Cayetana, pero con una larga trayectoria viviendo de y en la política, es mucho más letal que un batallón entero de intelectuales declamando brillantes columnas de cartesiana lógica.
A mi interlocutora, en fin, la inteligencia no le parece una virtud preferible al sectarismo si no te hace ganar elecciones.
–El problema con Cayetana es que, siendo la política del PP más alejada de Vox y más cercana a Ciudadanos, es percibida por mucha gente como un halcón del PP –le dije yo.
–La política es percepción. Y eso es lo que no ha entendido Cayetana.
Las percepciones. Por supuesto.
En su artículo del pasado domingo, Arcadi Espada explica su comparecencia frente al juez tras ser denunciado por uno de sus artículos. La fiscal le pregunta a Espada si su intención era hacer daño. La pregunta es aberrante. Pero más lo es el hecho de que alguien haya podido llevar a un periodista frente a un juez por su percepción, personal e intransferible, de un artículo.
Si yo hubiera estado en el lugar de Espada, habría respondido: «Mi intención era hacer pensar, pero veo que hay gente a la que pensar le duele, así que su pregunta tiene difícil respuesta«.
[En realidad, no se me habría ocurrido algo tan ingenioso a botepronto. Por eso soy periodista de prensa escrita y no de radio o de TV: porque soy lento pensando].
Si algo he aprendido después de estos últimos años escribiendo de política es que las percepciones y los sentimientos son uno de los motores de voto más potentes que existen. La verdad apenas mueve ya a cuatro nostálgicos. Si los sentimientos y las percepciones no coinciden con la verdad, peor para la verdad.
Por lo que a un periodista respecta, las consecuencias son claras. Escribes algo y quedas a merced del capricho de la masa. A saber qué ha entendido. La incertidumbre es mortificadora. ¿Seguirás teniendo trabajo pasado mañana? Incluso el peor de los males, si es rutinario y previsible, es más soportable que navegar al pairo de los humores de la turba.
Salvajadas inhumanas pasan inadvertidas mientras banalidades sin mayor trascendencia provocan linchamientos inclementes. Todo se malinterpreta y la fuerza de la corriente arrastra reputaciones, carreras y seres humanos. Un solo imbécil tergiversando un tuit es capaz de mandar a la pira a una docena de inocentes.
Y luego llega mi interlocutora y lo pone todo en su sitio. Las percepciones, efectivamente, son el material que modelan con sus manos los políticos y sus sicarios mediáticos. Mi Pepito Grillo moral chilla: «¡Huye entonces de la política, cómprate una casa en el campo y cría gallinas!». Mi Pepito Grillo inmoral susurra: «Le estás empezando a ver las tripas a la maquinaria del poder, ¿acaso no querrías saber más?«.
Al final de El abogado del diablo, Keanu Reeves logra resistir la tentación de Satán y es premiado con un nuevo comienzo. Recupera a su esposa, vuelve a su antigua vida y se enfrenta al mismo dilema moral al que se enfrentó al principio de la película. Pero esta vez escoge el camino correcto.
No le sirve de nada. Porque Satán aparece de nuevo, camuflado. Aunque esta vez no le tienta con la manzana de una carrera fulgurante como abogado de éxito.
¿Saben con qué le tienta?
Con una exclusiva periodística. Hay que joderse.