Jesús Cacho-Vozpópuli 

“Me quiero casar contigo, pero no puedes venir a mi casa ni como invitado. Espera, transcurridos dos meses me lo he pensado mejor y he decidido que tu amiga y tus hermanos sí pueden venir. Espera, espera, tras dos días más de reflexión me lo he vuelto a pensar y resulta que no venís ninguno, pero, eso sí, me adelantáis el pago del alquiler y me dejáis tranquilo”. Es el texto de un tuit que, cargado de ironía, resumía este viernes la novela por entregas que hemos vividos estos meses entre PSOE y Podemos, entre Pedro Sánchez y Pablo Iglesias. Una comedia de enredo en la que se han puesto de nuevo de manifiesto las miserias y ambiciones de un personaje llamado a poner en jaque a una democracia tan débil, tan llena de achaques, como la española a poco que la suerte le acompañe.

Soy de los convencidos de que Pedro Sánchez Castejón, el apuesto galán que nos gobierna en funciones, decidió la misma noche del 28 de abril pasado, una vez conocidos los resultados de los comicios, ir a nuevas generales para reforzar su posición. Repetir la operación de Mariano Rajoy cuando los 123 diputados conseguidos el 20 de diciembre de 2015 se transformaron en 137 el 26 de junio de 2016. Todo, en estos casi cinco meses transcurridos desde entonces, ha sido puro teatro. Un intento bastante burdo de descargar culpas en el lucero del alba, de endilgar al vecino la responsabilidad del fracaso que supone no haber sido capaz de formar, teniendo objetivamente como ha tenido -a diferencia de lo que le ocurrió a Rajoy-  posibilidades varias de hacerlo. Echar las culpas a los demás, con la ayuda de la formidable armada mediática de la izquierda. Ganar le “relato”, que dicen los cursis.

Que lo ha querido así lo demuestra, en mi opinión, su negativa a plantear cualquier tipo de oferta a Ciudadanos (Cs), bien bajo la fórmula de un Gobierno de coalición o de uno monocolor con apoyo parlamentario de la formación naranja. Es verdad que Albert Rivera venía cerrado en banda a cualquier apoyo a Sánchez, honrando así la palabra dada en campaña electoral, pero nadie duda que una oferta razonable a Cs –que media España esperaba con ansiedad y la otra mitad posiblemente también- hubiera puesto a Rivera en serias dificultades a la hora de rechazarla. No lo ha hecho, ni siquiera se lo ha planteado, porque nunca lo ha querido, porque jamás ha pretendido formar Gobierno con Cs. Sánchez nunca hubiera consentido un Gobierno sometido al control de Rivera y su gente. Sánchez quiere tener las manos libres, quiere gobernar solo y, si fuera posible, sin oposición.

De modo que vamos de nuevo a elecciones, aunque en el juego de los espejos de esta comedia bufa no quepa descartar sorpresas de última hora

De modo que vamos de nuevo a elecciones, aunque en el juego de los espejos de esta comedia bufa no quepa descartar sorpresas de última hora, por ejemplo, que Iglesias anuncie el martes al rey Felipe VI su disposición a apoyar la investidura de Sánchez gratia et amore, es decir, a cambio de nada, simplemente para evitarle al pueblo español, magnánimo cual es, el bochorno de acudir a las urnas para enmendar la plana de una clase política incapaz de pensar en los intereses generales. Pues bien, en el caso improbable de que tal ocurriera, estoy seguro de que Sánchez encontraría la forma de salir de la ratonera en que le habría metido el caudillo podemita con alguno de los argumentos falaces que almacena en su bien surtida alacena moral de cemento armado, de tipo con más cara que espalda. 

Quiere elecciones y tendremos elecciones. Sueña con la idea de liquidar definitivamente a Juntas Podemos y reforzar su posición negociadora, irse a los 140 diputados como poco, quizá a los 145, tal vez incluso a los 150 que le asegura el gran Tezanos, para desde esa atalaya intentar un Gobierno en solitario, con apoyos puntuales de unos y/u otros dependiendo del momento o de la materia de que se trate, y convertirse, al fin, en el más alto, el más fuerte y sobre todo el más guapo, Begoña querida, jamás hubiéramos imaginado nada tan grande en nuestra tan pequeña existencia, cuántas maravillosas fotos nuevas para nuestro viejo álbum familiar, y ahí nos las den todas y a España que le vayan dando.

Mejor elecciones, sí, porque la posibilidad de un Gobierno de coalición PSOE-Podemos, con la obligada colaboración de nacionalistas vascos y separatistas catalanes -porque aquella suma no alcanza para la mayoría absoluta-, sería un error cuyas consecuencias resultaría difícil revertir. Probablemente un retroceso en materia de libertades, para ese “principio fundamental de la libertad” que, según Locke, se basa en “el control del Gobierno y el respeto por los derechos individuales a la vida, la libertad, la propiedad y la búsqueda de la propia felicidad”. La esencia, en suma, del Rule of Law, en cuyas antípodas se sitúa un partido marxista de filiación bolivariana como Podemos. Y retroceso, sin duda, para la economía. Sabido es que, en ruta hacia una desaceleración que algunos juzgan ya portón de entrada a la crisis, las variables macro se han mantenido mal que bien, como el propio PIB, precisamente porque la mayoría rechazó los PGE de Sánchez para el año en curso, permitiendo al país seguir ligado a los del camarada Montoro, prorrogados, obviando así la borrachera de gasto público que aquellos proyectaban. 

Las elecciones las carga el diablo

Quienes se oponen a la nueva consulta argumentan que la cita no despejará la incógnita, no nos sacará de la mísera situación de bloqueo actual, porque los resultados, sostienen, vendrán a ser muy similares, de manera que después de ese eventual 10 de noviembre seguiríamos nadando en el mismo mar de incertidumbre a la hora de formar Gobierno. Bien, pudiera ser que así fuera, pero nadie sabe a ciencia cierta lo que puede salir de las urnas. Las elecciones las carga el diablo. No cabe descartar en absoluto que haya cambios en la intención de voto, ni arriesgado resulta imaginar que, a la luz de lo acaecido estos meses, un número de españoles decida pasar a cobro en las urnas la letra de cambio del monumental cabreo almacenado a cuenta de la insoportable levedad de unos políticos cuyas conductas, algunas más que otras, francamente no son de recibo.

En el peor de los casos, nunca sería lo mismo un PSOE con 145 diputados que otro con 123, en tanto en cuanto esa posición reforzada abriría al partido socialista la puerta a otro tipo de alternativas de Gobierno no necesariamente ligadas a la izquierda comunista y al separatismo. Esta es, para qué engañarse, la gran esperanza blanca: la posibilidad de un Gobierno en el que, atendiendo al momento crítico que vive el país y los desafíos que enfrenta, pudiera participar, por acción u omisión, el centro derecha, como la única forma de atar en corto a un tal Sánchez. Porque el problema del PSOE, y naturalmente de España, se llama Pedro Sánchez, lo hemos dicho aquí muchas veces y lo acaban de demostrar esas 370 medidas en forma de programa de Gobierno ofrecido a Iglesias que, además de poner de relieve la diarrea mental de sus redactores desde el punto de vista de la ortodoxia económica, evidencian la personalidad de un político y un partido que hoy están lejos de los cánones de una socialdemocracia al uso, para inscribirse de lleno en la praxis de un populismo verbenero de izquierda radical.            

Las elecciones las carga el diablo. No cabe descartar en absoluto que haya cambios en la intención de voto

Este es un gran país, con perdón por la obviedad. Ayer mismo, sábado, supimos que un tal Foro Económico Mundial (FEM) acaba de elegir España como “mejor destino turístico del mundo” por tercer año consecutivo, enumerando entre sus méritos sus “más de 5.000 kilómetros de preciosa costa, gastronomía excelente, hostelería de altísima calidad y una envidiable agenda cultural” capaces de atraer a millones de visitantes cada año. Sabemos que es un gran país por otros muchos motivos. Pero muchos años después de la ya tópica frase de Bismarck, no pocos españoles parecen seguir empeñados en destruirlo. Perdidos en la niebla de una clase política cada vez de peor calidad, España sigue sin encontrar el rumbo perdido tras la gran crisis económica de 2008. Los valores que hicieron posible la Transición han desaparecido bajo un tsunami de ignorancia, infantilismo, rechazo a la responsabilidad individual y fe en los falsos profetas del café gratis para todos, empezando por ellos mismos. Bajo el peso de las nuevas ideologías basura y la fuerza del Estado clientelar.

En momentos como los actuales es importante trabajar por la mejora de la calidad de nuestra democracia y, en todo caso, por defender la que tenemos con todas sus imperfecciones, porque cuesta mucho ganar la libertad y es muy fácil perderla. “Recuerde, la democracia no dura para siempre. Rápidamente se malgasta, se agosta y termina por destruirse (“murders itself”) a sí misma. No ha habido nunca una democracia que no se haya suicidado”. Son expresiones contenidas en una carta que John Adams, segundo presidente de los Estados Unidos, dirigió en 1814 al filósofo y político John Taylor. Todas lo son, pero estas nuevas elecciones me parecen, por eso, particularmente importantes. Acabar con la división entre españoles en dos bloques irreconciliables, que tal fue el milagro despilfarrado de la Transición, y asegurar la convivencia. Escribió también Adams que “la finalidad de todo Gobierno es lograr la felicidad de la sociedad”. Es evidente que muy pocos españoles, de derechas o de izquierdas, se sentirán felices por lo ocurrido desde el 31 de mayo de 2018 a esta parte. Excepción hecha de Pedro y Begoña, naturalmente.