MANUEL MONTERO, EL CORREO – 09/03/15
· Se diría que ahora no se quiere condenar drásticamente el terrorismo ni los desastres éticos que generó, sino mirar hacia otro lado, incluso a título póstumo.
Las víctimas sufrieron el abandono en el País Vasco: es una evidencia pero cuando se recuerda ahora suena a ganas de incordiar. No solo hubo abandono, fue peor. Las víctimas quedaron sometidas a algo parecido al hostigamiento. En tiempos, el ‘algo habrá hecho’ estuvo extendido en casi toda la sociedad, no solo en el ámbito que apoyaba a ETA. En realidad, fue lo políticamente correcto, imaginar que algún motivo aceptable tenía el terrorismo, dar por buenos los atentados. Durante mucho tiempo y en amplios sectores, no fue infrecuente la opción de ponerse en medio, trazar un imaginario en el que se ocupaba un lugar central y sacrosanto, desde cuyas lindes combatían los terroristas –equivocados, pero en defensa de los vascos– y quienes representaban la España opresora.
La crítica a ETA, cuando existió, fue más bien silenciosa y en la intimidad; no era de las cuestiones que se hablaban sin más con los recién conocidos. Suele decirse que durante los años de plomo la política desapareció de la conversación en los distintos grupos sociales, en las cuadrillas. No es del todo cierto. Hubo un sector que tuvo barra libre y la ejerció en todo momento. En cualquier lugar público un sujeto de la cuerda podía expresar, y solía hacerlo, cualquier barbaridad en apoyo a ETA, incluyendo comentarios jubilosos por un atentado o críticas a un secuestrado que no pagaba la extorsión. Hasta pudo oírse en los campos de fútbol «paga ya», «paga y calla», coreado por centenares de voces sin que el resto de la hinchada se horrorizase ni el club hiciera un amago de acabar con tal atrocidad. Eso sucedió, y hay una responsabilidad colectiva.
Se produjo una situación asimétrica: en los sitios públicos la libertad de expresión, si puede llamarse así a la intimidación, correspondió a un sector, el de los secuaces del terror. Hubiese sido una situación insólita que se les replicase en el bar, en las fiestas, en San Mamés, en los lugares de la socialización. A nadie le gusta que le llamen facha, mucho menos con las implicaciones que el término tenía en el País Vasco. Sus amenazas resonaban en sitios de natural pacíficos, hacían eco en los festejos, las calles, los campos de fútbol, a veces en los patios de los colegios, entre los grupos de estudiantes en los campus. Se admitió como normal el matonismo político.
Y, enfrente, el silencio: durante mucho tiempo. Este ambiente significó una colaboración pasiva con el terrorismo. Le dio alguna legitimidad, en la medida que no se la negaba expresa y rotundamente. Para que resonase alguna contundencia hubieron de pasar muchos años. Para que se generalizasen las condenas sin matices, décadas.
Con el tiempo, y con la socialización del sufrimiento por la que optó ETA, sectores crecientes fueron repudiando al terrorismo. Aun así, buena parte de la sociedad vasca quedó en la comodidad moral y estética, en el «estamos contra el terrorismo y por la libertad de los vascos», una asociación característica y perversa cuyas secuelas nos siguen castigando.
La clave de la lucha social contra ETA residió (y reside, todavía existe la bicha) en negarle ninguna legitimidad política al terror: esta postura fue ganando terreno, pero sería discutible que llegase a ser una opinión mayoritaria. Por lo común el nacionalismo sostuvo que el terrorismo tenía alguna justificación de este tipo, que era una especie de agente político más. Hasta el final subsistió la idea de que ETA tenía detrás motivos fundados, aunque su práctica fuese condenable.
En lo que se llama ahora la política de pacificación, de límites indefinidos, da la impresión de que se busca el mantenimiento de esa equidistancia histórica entre víctimas y victimarios. Algo así como mantener el recuerdo de las ‘virtudes’ que tuvo mirar para otro lado.
¿Se busca legitimar a posteriori el equidistanciadismo propio del País Vasco de los años de plomo? Asistimos a la recepción por el lehendakari de familiares de terroristas, oímos al secretario de Paz y Convivencia del Gobierno vasco banalidades sobre el periodo del terror que hablan no del terrorismo sino de «todas las vulneraciones del derecho a la vida», saliéndose por la tangente. Conclusión: se promueve una memoria histórica basada en las actitudes comprensivas con ETA o en verse crucificado entre los dos ladrones, en histórica y lamentable frase. ¿Se quiere que quede la idea de que el terrorismo era una especie de responsabilidad compartida, con muchas culpas de las víctimas?
Pero eso no tiene nada que ver con la mentada pacificación, sino con ensalzar las posturas históricas que al respecto tuvo el nacionalismo moderado, cuyo rechazo al terrorismo, cuando se produjo, fue compatible con la comprensión. Esta se prolongó mucho en el tiempo, si es que llegó a acabarse, que ahora se diría que no. La idea de que el terror tenía propósitos políticos aceptables implicaba darle cierta razón. Estuvo presente en todo momento. Paradójicamente, se diría que ahora no se quiere condenar drásticamente el terrorismo ni los desastres éticos que generó, sino perpetuar la memoria de esta comprensión fatal. Mirar hacia otro lado, incluso a título póstumo.
Si lo que llaman proceso de pacificación consiste en atender a las víctimas y a quienes las causaron como las dos partes de un conflicto imaginario, apaga y vámonos. La memoria de la equidistancia, además de ser perversa, legitimaría las iniquidades de una sociedad que dejó hacer y que sería incapaz de arrepentirse del silencio incluso después. Para este viaje no hacen falta alforjas: ni viaje.
MANUEL MONTERO, EL CORREO – 09/03/15