La convivencia es algo que hay que cuidar con mimo, y Don Inda es, todavía, uno de esos personajes que hay que recordar como ejemplo del encuentro entre los ciudadanos. A la postre, si el PP no permite que el nombre de Don Indalecio figure en la estación, los que se van a desternillar de risa van a ser los nacionalistas.
Aunque la única materialización real de la ley de la Memoria Histórica sea verle a la nieta del Caudillo en Mira quien baila, habría que realizar algún leve esfuerzo para que el sectarismo que padecemos no acabe destruyendo lo poco de positivo que ha tenido nuestro pasado. A pesar de que todas las materializaciones de la memoria no dé más que para eso, resultaría una injusticia total que el PP y el PNV, sobre todo el PP, se opongan a que la estación del tren de Bilbao no se pueda llamar de Abando-Indalecio Prieto.
Fue la primera vez que mis ojos vieron el programa tan estúpido ése de Mira quien baila, pero es que ver bailar un mambo a la nietísima del personaje que me quiso fusilar tenía para mí demasiado morbo. A las féminas de mi casa les manifestaba estentóreamente que lo había hecho muy mal, y ellas me decían que no, y que carecía yo de cualquier ecuanimidad, lo cual me temo ser cierto. Me acusaban de tenerle manía, y yo les decía que no, que por el contrario me encontraba muy feliz viendo cómo esa familia se ha degradado al nivel del «famoseo basura asqueroso» más bajo que hoy nos domina bajo la égida posmodernista. Por lo que se demuestra que el que esté libre de prejuicio que tire la primera piedra, empezando por el que esto escribe.
Pero lo que me parece un error estúpido de verdad, comparable a la fobia que le tengo a la nieta del Caudillo, por ser nieta de alguien, de lo que no tiene la culpa, es la oposición del PP a que aparezca el nombre de Don Inda en la estación. El nombre del que fuera ministro de Obras Públicas durante la República, pero antes concejal de Bilbao e inspirador de casi todas las soluciones urbanísticas de la ciudad incluido el túnel de Artxanda que hace poco se acabó y que él empezó el año 31 del siglo pasado. Una persona que se hizo a sí misma desde la más modesta condición, desde sus inicios de reportero a propietario del diario El Liberal. Amigo de los burgueses progresistas de Bilbao, «socialista a fuer de liberal», capaz de relacionarse con todas las concepciones políticas, aliarse con los monárquicos frente a la Comunión Nacionalista, redactor de varios anteproyectos de estatutos de autonomía, extraño caso de teórico de la política del socialismo español que apenas superaba un ramplón sindicalismo, y ministro de la Guerra en plena contienda civil. Cargo del que tuvo que dimitir porque él quería inteligentemente provocar a los nazis y bombardear su flota en Mallorca para iniciar la Segunda Guerra Mundial a fin de que los aliados occidentales levantaran el bloqueo y ayudaran a la República. Cosa que no pudo ser porque Stalin estaba a romper un piñón con Hitler en esos momentos.
Pero es que tal como están las cosas Prieto constituye en otra faceta todo un modelo de moderación y convivencia política a tener en cuenta incluso por los conservadores españoles. En su exilio en México criticó con amargura el error de haber asumido la revolución del 34, auténtico prolegómeno de la guerra del 36. A la vez que escribía sus añoranzas de Bilbao con un singular cariño y nostalgia, fue derivando hacia un posicionamiento atlantista evidente, contrario a la sumisión a la URSS que padeciera toda la izquierda española y gran parte de la europea. Y se atrevió a amenazar con su dimisión del partido socialista cuando, en plena euforia por la previsible victoria aliada, y las fantasías provocadas por el PNV, los enviados de su partido de Guipúzcoa le plantearon apoyar el derecho de autodeterminación para Euskadi una vez finalizada la contienda mundial. Fue así de contundente con la amenaza de su dimisión.
Constituye todo un personaje a tener en cuenta. Por eso, si se le hubiera leído un poco y conocido, se hubiera sabido la utilidad que su actualización tiene como referente de pensamiento político para la convivencia, y no se le despreciaría como un mero gesto publicitario de los socialistas. Si se le hubiera leído seguro que el sectarismo hubiera sido menor, y la oposición de brocha gorda y sin matiz sería más difícil de ejercer a pesar de los trinos por ondas emponzoñadoras de algunos predicadores exaltados. La convivencia es algo que hay que cuidar con mimo, y Don Inda es, todavía, uno de esos personajes que hay que recordar como ejemplo del encuentro entre los ciudadanos. A la postre, si el PP no permite que el nombre de Don Indalecio figure en la estación, los que se van a desternillar de risa van a ser los nacionalistas. Aunque más adelante deberíamos hablar de don José María de Areilza, de Julián Zugazagoitia y de otros muchos bilbaínos más, porque a través de sus personas podríamos ir construyendo una memoria histórica positiva, para el encuentro, y no para el desencuentro.
Bien, lo acepto, la nieta de Franco no bailó tan mal el mambo, pero ustedes acepten a Indalecio Prieto.
Eduardo Uriarte, EL PAÍS, 20/9/2006