JUAN RODRÍGUEZ TERUEL-EL PAÍS
- La victoria del PP no producirá más dolores de cabeza de los que ya tiene la coalición de Gobierno
Quizá era inevitable pretender esperar de las elecciones gallegas una trascendencia para la política española en la que no pensaban quienes que el domingo ejercieron su voto. Eran los primeros comicios tras la formación del nuevo Gobierno de Sánchez facilitado por una promesa de investidura. Y también los primeros en 15 años sin Feijóo como candidato.
Pero las últimas cuatro décadas ya nos habían enseñado, y así ha sido, que las elecciones se decidirían en clave estrictamente gallega. La reedición de la mayoría absoluta del PP y el importante ascenso del BNG reflejan, esencialmente, el retrato político que hoy define Galicia, siempre tamizado por las reglas fijadas en la ley electoral.
En esa clave interna, hay que tener en cuenta las columnas sobre las que la derecha ha sostenido una hegemonía casi inexpugnable desde 1981. La unidad granítica del voto moderado y conservador en torno al PP, más allá de sus candidatos; la débil coordinación electoral de la izquierda (por la que diversas candidaturas han competido por grupos de electores bastante similares); y una desmovilización de los votantes de oposición.
La presidencia de Alfonso Rueda necesitaba preservar, al menos, dos de esos tres componentes. La dificultad de alterar tales parámetros ilustraba el escaso margen para que se produjera una alternancia. La izquierda no solo necesitaba una movilización muy elevada. También debía hacerlo de manera que no se perdieran votos por la izquierda, algo que sí sucederá, dejando fuera a Sumar y Podemos. Y al tiempo, tratando de evitar una reacción similar por parte de la extensa base electoral del PP, algo que tampoco logró: Rueda acabará con apoyos equiparables a los de Feijóo en 2009.
La única incógnita real estas semanas residía en el alcance del cambio generacional apuntado en las encuestas. Las diferencias entre los menores de 45 años y los mayores de 65 confirman lo observado en otras partes, y que sintetiza diáfanamente Oriol Bartomeus en El peso del tiempo (2023). No solo doblaban la intención de voto al BNG y declaraban una preferencia por Ana Pontón un 50% superior a la de sus mayores (mientras que la de Rueda caía casi a la mitad), sino que se mostraban menos sensibles a la personalización del voto y parecían más dispuestos a moverse si había expectativa de cambio.
De hecho, la franja entre 18 y 45 años fue donde mayor abstención se produjo hace cuatro años —incluyendo unos cuantos miles de nuevos electores entrados en el censo desde 2020—, de modo que era donde existía mayor margen de movilización electoral. Algunas encuestas dieron cierta credibilidad a esa hipótesis.
Pero no podían perder de vista otro elemento distintivo de la nueva generación de votantes: tienen 20 puntos menos de predisposición segura a votar, una decisión que además acaba tomando la última semana uno de cada cuatro jóvenes. Pura táctica electoral, sobre la que se pueden erigir grandes sorpresas, pero también fuertes decepciones.
Que no haya cambio no significa que todo siga igual. En realidad, serán resultados con consecuencias, especialmente para quienes se presentaban con candidatos interpuestos.
Para empezar, las elecciones del 18-F han desvelado una incógnita apenas comentada estos últimos dos años: ahora ya podemos saber el coste real que podría haber tenido para el PP la improvisada y forzada marcha a Madrid de su líder autonómico más emblemático, desplazado para resolver una cuita madrileña elevada a categoría nacional.
El PP podría haber salido trasquilado de esa operación. Solo una organización sólida y fajada en el territorio lo ha evitado. Y también el propio liderazgo de Feijóo, que, como artífice real de este resultado, podrá reivindicar su parte del éxito.
No obstante, Feijóo no sale indemne. Llevará consigo las dudas abiertas sobre su criterio para manejar el largo trecho que le queda todavía a la amnistía, y la forma de gestionar sus relaciones con otros socios al margen de Vox. ¿Debe el PP buscar su propia vía en la normalización de la política española que podría derivarse de la amnistía a los independentistas catalanes?
Ese quizá sea el único rédito aprovechable para Pedro Sánchez, en unas elecciones que le han ido mal al PSOE y peor al socialismo gallego. Eran de sobras conocidas las dificultades del PSdeG para afianzarse como portavoz del galleguismo moderno, a pesar de las numerosas personalidades que sostienen al partido a nivel local. No solamente obtendrá el peor resultado desde 1981, sino que podría haberse instalado en una tendencia de remplazo por la izquierda nacionalista.
Y es que el BNG sigue una senda compartida con ERC y Bildu, rompiendo las fronteras electorales del nacionalismo izquierdista clásico, y emergiendo como instrumento sobre el que nuevos votantes progresistas parecen depositar sus esperanzas de progreso. Era un papel que parecían reclamar Podemos y Sumar, pero estos se han empeñado en demostrar que ni suman ni pueden. Cabe preguntarse a qué tipo de cálculo estratégico responden las decisiones de los últimos tiempos en este espacio.
No obstante, no debemos sobreinterpretar las implicaciones para el Ejecutivo de Sánchez. Las peculiares circunstancias de la actual legislatura nacional limitarán las repercusiones del voto gallego. La victoria del PP no producirá más dolores de cabeza de los que ya tiene la coalición de gobierno. No obstante, aunque pueda parecer que Sánchez salga con menos magulladuras que Feijóo, su margen de maniobra se estrecha un poco más, como seguirá sucediendo en los meses venideros.
De todos modos, nos equivocaríamos si pasáramos por alto las señales que Galicia sí ha lanzado sobre el futuro de la política española. Se trata de un movimiento de cambio latente pero progresivo.
Tras una década de transformaciones, de nuevos partidos y perfiles políticos, el escenario resultante es uno en el que los nacionalismos de izquierda, representados por ERC, EH-Bildu y BNG, se amplían en detrimento de la izquierda tradicional, también de la nueva izquierda que aspiraba a remplazarla y sobre todo, en Cataluña y País Vasco, del centro que han representado CiU y PNV. En realidad, esto último es lo que se dilucidará en las próximas elecciones vascas.
Se trata de una tendencia que abrirá escenarios contradictorios y nuevos en la escena española, porque empujarán el poder de decantación de mayorías hacia la izquierda con registros plurinacionales. A corto plazo, esto permitirá al PSOE mantener opciones de gobernar, siempre que acepte incorporar a la gobernación la suma de programas, a veces contradictorios, y en otras complementarios, de todos estos partidos.
Sánchez parece haber sabido anticipar mejor que otros este cambio. Se trata de un escenario original en la escena europea, porque le permite a la socialdemocracia española mantener la presencia en el Gobierno a pesar de su encogimiento electoral experimentado en la última década.
La única esperanza para el PP (quizá para Feijóo) es lo que no hemos visto en Galicia. Mientras que allí, como en el País Vasco y menos en Cataluña, una parte significativa de la nueva generación de votantes se siente encuadrada en la mayoría actual del Congreso, en el resto de España podría estar emergiendo, como reacción, una nueva coalición de jóvenes varones, entrados en edad de votar bajo la presidencia de Sánchez, para los cuales el cambio político ya no pasa por la izquierda, ni por ese relato de la España plural sin hilo narrativo común. Pero para eso habrá que esperar a las europeas.