Isabel San Sebastián-ABC
- Un mal corrosivo avanza por Occidente destruyendo las bases de nuestra convivencia y libertades
Dudo que algún vándalo de esos que andan por el mundo atacando estatuas conozca el significado de la palabra «iconoclastia». Su vocabulario rara vez supera las trescientas palabras y su conocimiento de la historia, en el mejor de los casos, se basa en Juego de Tronos. No saben lo que son ni les importa, pero su conducta imita la de los exaltados cristianos que allá por el siglo VIII se dedicaron a desfigurar bellísimos iconos bizantinos en su cruzada contra la devoción que el pueblo mostraba a esas imágenes o, más recientemente, la de los talibanes cuya dinamita destruyó los budas de Bamiyan. Son la versión laica de los islamistas que la emprendieron a martillazos contra las esculturas conservadas en
los museos y yacimientos arqueológicos de Irak y Siria porque su religión prohíbe las representaciones humanas. Estos actuaban a impulsos del fanatismo religioso azuzado por sus clérigos. Los «estatuicidas» estadounidenses y europeos cabalgan a lomos de una ignorancia igualmente alimentada por quienes ansían liquidar nuestro libre albedrío. Son mentecatos violentos jaleados por la extrema izquierda y comprendidos por la secta del pensamiento políticamente correcto temerosa de plantarles cara. Masa amorfa semejante a los bancos de amebas, movida por las corrientes creadas en las redes sociales con un propósito bien definido que, al amparo de un presunto abolicionismo retrospectivo, condena a Colón o Montanelli mientras salva de la quema a grandes genocidas como Stalin o Mao.
Llamarles «iconoclastas» es por tanto hacerles un favor; presuponerles una motivación espiritual por completo ajena a su causa, basada exclusivamente en la estulticia y la disposición a dejarse manipular por fuerzas cuyo interés no es terminar con el racismo sino con la democracia. Los cafres que han embadurnado de pintura el monumento a don Miguel de Cervantes, insigne literato víctima de un cautiverio atroz en Berbería; los que han derribado la estatua de fray Junípero Serra, en cuyas misiones de la costa californiana encontraron refugio millares de indígenas perseguidos por los colonos norteamericanos ávidos de hacerse con sus tierras; los que han ensuciado la figura pétrea de la reina Isabel la Católica, bajo cuyo impulso España prohibió por ley esclavizar a los nativos americanos en el año 1511, además de recomendar los matrimonios legítimos entre españoles e indias con el fin de garantizar plenos derechos sucesorios a los hijos habidos de esas uniones; los que han dirigido su ira contra el Almirante descubridor del continente americano cuya vida y hechos desconocen hasta el punto de creerle, en muchos casos, italiano; los que se han cebado en Milán con la efigie de Indro Montanelli, periodista y escritor poseedor de una trayectoria que constituye en sí misma un monumento a la independencia, la honestidad y la excelencia profesional… Los autores de esas y otras fechorías semejantes solo inspiran repugnancia y solo merecen desprecio. Tal vez no sean completamente responsables de sus actos, en la medida en que el sistema de enseñanza ha faltado estrepitosamente a su deber de educarlos, pero precisamente por eso deberían pagar su deuda con la sociedad restaurando pieza a pieza todo lo que han dañado y recibiendo cursos intensivos de historia y de urbanidad.
Sorprende la escasa condena pública que están teniendo unos hechos reveladores de la grave enfermedad cultural que padecemos. Un mal profundo, corrosivo, que avanza silenciosamente por Occidente destruyendo los pilares sobre los que se asientan nuestra convivencia y nuestras libertades. Una patología cuya única cura es volver a la educación en humanidades, recuperar el valor de los saberes clásicos, de la lectura, del placer de aprender… Justo lo contrario de lo que estamos haciendo.