Ignacio Camacho-ABC
- Acostumbrado a vender mercancía política averiada, el Gobierno de Sánchez e Iglesias ha pasado literalmente a comprarla: el fiasco de los test chinos es un asombroso caso de incompetencia en la gestión sanitaria, un escándalo imposible de ocultar hasta para su bien engrasada máquina de propaganda
Es sabido que el Gobierno Sánchez-Iglesias se ha especializado desde que comenzó su andadura en la venta de mercancía política averiada, consignas superficiales y relatos ficticios difundidos en masa a través de su bien engrasada maquinaria de propaganda. La crisis del coronavirus lo ha llevado, sin embargo, al salto cualitativo que significa pasar de venderla a comprarla, en el sentido literal que demuestra el descomunal fiasco de los test chinos de detección rápida, un asombroso caso de incompetencia en el manejo de la gestión sanitaria. No pasa día sin que la práctica desnude la incapacidad del Ministerio de Sanidad pública para asumir el mando único al que le faculta la declaración del estado de alarma; un fracaso clamoroso que no puede encubrir la pesada cháchara con que el presidente trata de publicitar sus logros en reiteradas comparecencias televisadas o parlamentarias.
Las bromas con que la opinión pública ha recibido el escándalo de los test truchos adquiridos mediante intermediarios edulcoran en parte la realidad de un Estado que ha asumido funciones para cuyo desempeño no estaba preparado. Tras dos semanas de confinamiento de la población, ahora ampliado, y un mes desde que se detectaron indicios de riesgo inmediato, el Gabinete sigue sin disponer -o sin revelar- de un simple mapa en detalle del contagio. Los epidemiólogos y estadísticos independientes consultados por este columnista se desesperan ante la falta de cifras esenciales para elaborar modelos matemáticos que tracen la verdadera curva de crecimiento de la enfermedad a través de una hoja de cálculo. Si existen -y algo cabe suponer al respecto cuando el portavoz Simón avanza sus datos- permanecen en un plano opaco incomprensible dada la gravedad del caso, y que sólo puede tener relación con la impotencia gubernamental para levantar mediante pruebas masivas un censo real de infectados.
La cuestión tiene enorme relevancia en primer lugar porque es general la sospecha de una multitud de enfermos asintomáticos que desparraman el virus al no ser conscientes de haberse contaminado. En segundo término, porque la ausencia de la localización precisa de los focos principales de contagio impide actuaciones selectivas que serán cruciales a la hora de levantar el internamiento domiciliario. Y en tercer orden, porque de confirmarse la existencia de cientos de miles de portadores invisibles, la tasa de letalidad real o plausible sería realmente mucho más baja de ese casi 8% que se está divulgando, con el consiguiente efecto tranquilizador en la percepción de los ciudadanos. El problema es que para realizar ese trabajo geodemográfico es preciso primero ordenar y centralizar multitud de cifras que sólo están ahora mismo -y no siempre- en poder de las autonomías, y contar además con suficientes test de verificación fiable cuya adquisición se ha puesto cuesta arriba por la llegada tardía a un mercado colapsado y en circunstancias críticas. Si a esa dificultad operativa se suma el atasco en la compra y reparto de trajes de protección y mascarillas, la sensación que deja el ministerio es la de un equipo desbordado, sin experiencia administrativa ni clínica, superado por la presión, en el que la imagen agobiada de Salvador Illa refleja de forma casi patética el braceo desesperado de un Gobierno a la deriva, sin otra estrategia que la de la reclusión y la parada completa del país a la espera de que la epidemia frene sola su salvaje progresión expandida.
Fuera del aspecto estrictamente técnico tampoco se observan en el Ejecutivo síntomas de reacción eficaz más allá del recurso a la colaboración siempre competente del Ejército. El círculo de confianza del presidente sólo está atento al impacto de su argumentario en los medios, donde trata de hacer calar el mensaje sobre la imposibilidad de haber identificado a tiempo el riesgo -otra mercancía propagandística defectuosa-, y a dispersar su responsabilidad cargando sobre «los recortes del PP» la culpa de los aprietos que sufre el personal médico. Las bienintencionadas medidas económicas tropiezan con serias dificultades de arranque y de soporte financiero agravadas por el bloqueo que algunos países comunitarios han impuesto a la propuesta de bonos europeos. El colectivo de autónomos se siente asfixiado ante la negativa al aplazamiento de cuotas y el de empresarios protesta por la sorprendente prohibición del despido y la práctica nacionalización de la regulación temporal de empleo. Los botones del cuadro de mandos no responden a las desesperadas pulsaciones de un Gobierno enfrentado a la plaga con palos de ciego y lastrado por la mala conciencia -ay, la maldita manifestación- de sus fatales desaciertos, tercamente negados contra toda evidencia, incluida la de su infección personal, por Irene Montero.
Pero además, el Gabinete está pidiendo a la nación una unidad de criterio que no logra mantener en su propio seno. Sus miembros con más experiencia sufren el desgaste de la continua presión de Podemos. Un grupo de ellos, alrededor de media docena, consideran en privado que la coalición se ha roto de hecho y que cuando afloje la emergencia será necesario buscar apoyos distintos para los presupuestos. También es patente la decepción con los independentistas catalanes, que han devuelto todos los gestos previos -incluido el alivio penal de sus dirigentes presos- con el desleal intento de gestionar la crisis al margen de las reglas generales de juego. El esquema de la legislatura ha saltado sin remedio y cada vez más ministros ven inviable la continuidad de los actuales acuerdos. Todos los conflictos internos que se presumían han hecho su aparición ante el primer reto serio.
Será difícil, empero, que Sánchez se presente a sí mismo una enmienda a la totalidad y renuncie a la alianza de izquierdas. Aún confía en el rédito que puede darle el final de la clausura para presentarse como el líder vencedor de la pandemia y enfrentarse a la oposición en un durísimo ajuste mutuo de cuentas. Si le queda un poco de prudencia tendrá que aceptar que no lleva la compañía adecuada para la tarea que le espera: la reconstrucción de una economía y un empleo devastados y en condiciones de precariedad extrema, bajo un escenario de recesión o de depresión de enorme dureza. Ahí no van a servir las baratijas electoreras, ni el postureo de una política adolescente llena de trucos de vendedor de feria.