Josu Miguel Bárcena-El Correo

La mayoría que se está formando para dar confianza parlamentaria al Gobierno presidido por Pedro Sánchez no tiene números para reformar la Constitución

Hay que comenzar el año 2020 recordando aquella máxima de Maquiavelo: la política es el ámbito del quehacer humano donde antes se manifiesta la innovación. En España bien sabemos esto después de que Pedro Sánchez ganara, contra todo pronóstico, la moción de censura que descabalgó a Mariano Rajoy. El proceso de investidura y la formación del futuro Gobierno sigue la máxima maquiavélica y nos sitúa en una nueva etapa territorial: el PSOE negocia con el PNV adaptar el Estado a las exigencias de las identidades nacionales y acuerda con ERC la formación de una mesa cuyas conclusiones serán ratificadas por la ciudadanía de Cataluña en una consulta.

Sin duda, si esto es enteramente cierto, habremos entrado en el marco conceptual creado por el independentismo: la solución al ‘conflicto’ -palabra de indudable raigambre vasca- entre Cataluña y España solo puede encontrar solución en la celebración de un referéndum. El lector sabe, en todo caso, que el resultado de una posible votación al respecto es indiferente, pues como se vio primero en Quebec y después en Escocia, se intentará repetir aquella hasta que la ciudadanía tome la decisión más acertada. Lo importante es crear un precedente revestido de democracia. Por lo demás, no deja de sorprender que se acepte una mesa de diálogo entre gobiernos, cuando se sabe que la Generalitat hace tiempo que solo representa los intereses de una parte de los catalanes.

Pero imaginemos que la mesa del diálogo se realiza y se acuerdan unas conclusiones. Pues bien, según se ha filtrado a la prensa, existe el compromiso de llevarlas a «una consulta» para que la población de Cataluña se pronuncie sobre ellas. La palabra ‘consulta’ puede tener muchas expresiones institucionales: desde una ronda de contactos con la sociedad civil, hasta la celebración de un referéndum de reforma estatutaria. En cuanto a la primera cuestión, ya existe en Cataluña una ley de consultas no referendarias, por lo que no sería necesario llevar a cabo ninguna modificación legal. Sin embargo, asumiendo que nuestro país ya hace años que se desliza por la pendiente de la democracia plebiscitaria, es plausible que la consulta a la que se refiere el acuerdo entre ERC y PSOE sea un referéndum.

El referéndum autonómico ha sido una víctima del soberanismo político. Sin la existencia primero de los planes de Ibarretxe y de las reivindicaciones independentistas después, el Tribunal Constitucional habría aceptado sin excesivos reparos que las comunidades autónomas celebraran referéndums consultivos, tal y como ocurre en Italia. Las presiones secesionistas, en mi opinión, hicieron que desde 2008 el Constitucional negara cualquier capacidad normativa o ejecutiva autonómica en la celebración de consultas referendarias. Sin embargo, desde el año 2017 (sentencia 51/2017), el Alto Tribunal ha cambiado sustancialmente su posición, permitiendo a aquellas que regulen aspectos periféricos del referéndum, siempre que este sea establecido previamente en lo relativo a sus supuestos, formas, garantías y autorización, por el Estado (artículos 81, 92 y 149 de la Constitución). Les resumo: una ley orgánica de Cortes podría permitir celebrar un referéndum en Cataluña, porque esta tiene asumida la competencia en el artículo 122 del Estatuto.

Sin embargo, es también doctrina consolidada del Constitucional la imposibilidad de abordar mediante referéndum estatal o autonómico aquellas cuestiones que hayan sido decididas por el poder constituyente (sentencia 14/2017). Entre ellas, evidentemente, la soberanía que el artículo 1.2 de la Constitución atribuye al pueblo español. Así las cosas, es posible que una hipotética consulta sobre las conclusiones negociadoras entre gobiernos solo pueda versar sobre asuntos en los que se hable de hipotéticas reformas constitucionales a futuro. En cualquier caso, el riesgo de la operación es grande: primero, porque los referéndums consultivos no obligan jurídicamente, pero sí políticamente. Segundo, porque es fácil reconvertir una campaña electoral referendaria en un plebiscito sobre la independencia, el régimen del 78 o la propia Monarquía. Da igual las garantías que se tomen en torno a la claridad y neutralidad del proceso.

La mayoría que se está formando para dar confianza parlamentaria al Gobierno presidido por Pedro Sánchez no tiene números para reformar la Constitución. Tampoco para nombrar sin el concurso de la oposición a los próximos magistrados del Constitucional. Sin embargo, los acuerdos trascendidos hasta ahora -por ejemplo el del PSOE con el PNV- parecen ir por otra vía: utilizar la legislación ordinaria para mutar la Constitución y completar la «segunda Transición territorial» sin pasar por las exigentes mayorías de los artículos 167 y 168 de la Carta Magna. A falta de arrojo para montar otra constituyente, la solución parece ser una praxis destituyente -como apunta Ignacio Varela- que satisfaga las exigencias de las minorías territoriales que pueblan el Parlamento español. Lo que parece claro es que de los distintos relatos políticos que circulan sobre España, el PSOE ha comprado uno muy concreto. Al menos por el momento.