IGNACIO CAMACHO-ABC

  • Existe en el fútbol y en la vida una rutina social que tiende a culpar a la víctima señalándola con algún estigma

A Vinicius, el extremo brasileño del Real Madrid, lo muelen a patadas cada domingo y entre semana. Nada extraño: eso les suele pasar en el fútbol a los jugadores brillantes, y en la vida en general a los que destacan por encima de la mediocridad rutinaria. La particularidad del caso es que rivales y aficionados acusan al futbolista de provocarlos con una presunta actitud antideportiva, lo que cuadra con cierta mentalidad social bastante extendida que acostumbra a señalar como culpable a la víctima y convierte la cacería en una especie de acto de reparación legítima. Es que cae mal, dicen los hinchas en los foros de las redes; es que alborota demasiado, humilla a los adversarios con sus fintas y finge las caídas, denuncian algunos periodistas. Vinicius, es verdad, se rebela, gesticula, protesta y a menudo se revuelve contra los que le pegan, y eso al parecer justifica que lo pateen los defensas y el público lo increpe trasladándole la carga de la prueba. Quizá no ande muy lejano el día en que un estadio ruja de emoción justiciera si le parten una pierna.

Luego está la cuestión, pequeño detalle, del racismo. Porque Vinicius es negro, y ahí entramos en un terreno resbaladizo: no faltan quienes se quejan de que use el color de su piel para darle sentido simbólico o reivindicativo a un problema estrictamente futbolístico. O tribal, si se prefiere; no sería odio racial, sino aversión personal, el motivo de que le llamen mono o cuelguen su efigie ahorcada en la barandilla de un puente. En la esfera pública resulta habitual que mujeres políticas recurran al comodín del machismo cuando alguien las critica, pero insultar a un negro con estigmas de índole inequívoca no es un gesto xenófobo ni racista sino simple y natural antagonismo, antipatía banderiza contra quien viste una camiseta distinta. Y denunciarlo constituye otro rasgo ventajista, como el de tirarse en el área de penalti a ver si el árbitro pica.

Hay un retrato moral colectivo en todo eso, y no muy grato. Un síndrome de autoexculpación de fobias mal controladas, de sentimientos esquinados por una tendencia inquietante a la demonización del adversario. Una metáfora amarga del envés rudo, hostil, áspero, de una parte de la sociedad encastillada en el encono primitivo de la dialéctica de bandos, tan familiarizada con el ceño sectario que se muestra incapaz de tolerar la alegría descarada de un muchacho y la transforma en un agravio que merece ser castigado. Una expresión de inquina hacia el diferente, hacia el rebelde, hacia el raro, hacia el que se atreve a buscar su propio espacio fuera de los cánones grises, átonos, que lo encasillan en el rebaño. A un chico extranjero que se divierte con el balón, que gambetea, que baila cuando marca, hay que enseñarle a base de tarascadas a comportarse como manda el dios de la envidia insana. Para que se entere de una vez de que está en España.