José María Ruiz Soroa-EL CORREO
- Las lenguas son herramientas. Sacrificar derechos de las personas para conservarlas es un exceso inducido desde el imaginario hegemónico nacionalista
El euskera es un tesoro/ riqueza», «el euskera es nuestro patrimonio/ herencia como pueblo», «el euskera es parte esencial de una dote de la que somos depositarios», «el euskera es el alma de la nación», «el euskera es la lengua propia de Euskalherria»… Son todas afirmaciones repetidas hasta la saciedad. Comparten un rasgo estructural que es obligado comprender para tratar con ellas y desvelar su andamiaje: la de que son metáforas, afirmaciones en las que se afirma algo que literalmente es falso de toda falsedad, pero que, sin embargo, tienen el poder de configurar una nueva realidad al sustituir un hecho con otro: ‘el tiempo es oro’, ‘el electorado siempre tiene razón’, ‘los hechos hablan por sí mismos’, son frases que tomadas literalmente son afirmaciones extravagantes, pero tan repetidas que han terminado por funcionar como verdades. «The way to do things with words», explicaba J. Austin. Los conceptos de hoy no son en ocasiones, sino metáforas antañonas de las que se ha olvidado que lo fueron en origen, decía Nietzsche.
Tesoro, herencia, pueblo, patrimonio, alma, nación, entes mitológicos que hablan, etcétera. Todo eso no existe. Son puras construcciones verbales. Son tontadas de toda tontería. Y, sin embargo, se pronuncian en nuestro derredor como explicaciones obvias de una realidad percibida, como si fueran verdades manifiestas que no hay que justificar porque son palmarias. En el fondo, como observa el agudo destructor de mitos que es Emmanuel Lizcano, aunque creemos que pensamos mediante metáforas, en realidad son las metáforas las que nos piensan. El hablante inmerso en una sociedad concreta viene obligado a pensar en sus términos y solo con mucho esfuerzo crítico y un poco de nihilismo puede llegar a ver su falsedad.
Las metáforas no son inocentes, están construidas por algo y para algo, aunque quizás la sociedad que las usa lo haya olvidado. Ese olvido inconsciente es la prueba más clara de su éxito, plasmado en el hecho de que, literalmente, nos parece sacrílego u obsceno afirmar lo contrario de lo metaforeado. Prueben a pensar (decir) que el euskera es una ruina, que es nuestra cruz, que es una lengua más, que no es propia sino de una sociedad arcaica y aislada, que es una rémora educativa… ¿No se han estremecido un poco al leerlo impreso? ¿No han mirado por encima del hombro con cierta inquietud? O ¿no se ha inflamado su espíritu con santa indignación? Pues eso.
En realidad, las metáforas nos poseen a nosotros y no al revés. En el caso del discurso del euskera, la inversión del orden racional funciona así: los tesoros hay que cuidarlos como oro en paño, los patrimonios hay que conservarlos para nuestros descendientes, las valiosas herencias también, perder su alma es el suicidio de un pueblo y separar Euskalherria de su lengua es amputar a un ser vivo. Son metáforas que llevan implícito un mandato sagrado cuya fuerza está, precisamente, en que no se desvela como tal. No es necesario.
Las metáforas son bellas en la literatura y la poesía, son el mayor mérito del artista creador, decía Aristóteles. En cambio son peligrosas en la política, el atractivo del deslumbrante metaforeador que fue Ortega no nos debe equivocar. En ella son un método encubierto de dominación, una forma sutil de ahormar el imaginario social. El exceso de metáforas en un discurso político esconde indefectiblemente un déficit de reflexión razonada y razonable.
Pero es que si no lo cuidamos con mimo… ¡el euskera puede morir!, nos replica ese imaginario. Claro, la muerte de las lenguas es una de las metáforas más potentes porque pone en juego mecanismos primarios de compasión y protección. Nada menos que la muerte, ¿quién querría ser responsable de ella? Y ¿cómo no ayudar a esa víctima en potencia que es la lengua minorizada y a punto de extinguirse por la acción genocida de las lenguas dominantes y asesinas?
Pero sucede que las lenguas no son animales o seres míticos que puedan hacer cosas como devorarse o morirse. Se mueren las personas, se mueren los hablantes, las lenguas no fallecen ni sufren. Simplemente evolucionan. Se intercambian. Son herramientas, no seres cuasihumanos. Sacrificar necesidades o derechos de las personas para ‘conservar la vida’ de esas herramientas es de nuevo una inversión típica del exceso metafórico inducido desde el imaginario apalabrado y hegemónico nacionalista. Una barbaridad.
Bueno, dirá usted, ¿y a qué viene esta diatriba? ¿Por qué no deja en paz la política lingüística que los vascos quieren? ¿Por qué no se calla? La verdad es que las dichosas metáforas me importan personalmente muy poco a estas alturas, solo suscitan mi ironía si acaso, pero me he sentido interpelado e indignado cuando he visto a ese escolar ecuatoriano que, además de sufrir los efectos de la desigualdad de origen, estatus y fortuna, se topa con el muro del euskera, un muro creado y sostenido en toda esa farfolla de metáforas.