Joseba Arregi-El Correo
Con el apoyo al Gobierno, los vascos conseguirán que Madrid se comprometa a reconocer identidades territoriales que reclaman su estatus con el argumento de que España es plurinacional
Vamos a tener un Gobierno progresista -el que sepa qué significa que levante la mano- y los vascos van a conseguir, más allá de las competencias debidas, no debidas, soñadas, ansiadas, malvendidas como debidas, el gran sueño religioso, reducir las complejas identidades sociales vascas a una simple identidad territorial (Niklas Luhman: la función de la religión es ser máquina de reducción de complejidad). Los nacionalistas han abierto ya la posibilidad de que sus municipios actúen como si fueran islas de monolingüismo, de simplicidad lingüística en medio del mar del plurilingüismo que es la sociedad vasca. Ahora dan un paso y consiguen que el Gobierno progresista de Madrid se comprometa a reconocer y definir constitucionalmente identidades territoriales, naciones que reclaman su estatus especial, con derechos especiales, sobre el argumento de que España es plurinacional, nación de naciones.
Los que hemos ido conquistando a lo largo de nuestra vida entendernos a nosotros mismos como una complejidad no siempre ordenada y estructurada, creyendo que con ello conquistábamos libertad de conciencia, conquistábamos amplitud cultural, respondíamos mejor a una realidad social, cultural e histórica cada vez más compleja, ahora vamos a ser obligados constitucionalmente al monoteismo en el sentimiento de pertenencia. Es curioso que sean los mismos que se basan en ejemplos históricos de la foralidad, en el principio de doble lealtad como estructurantes de la identidad vasca, se regocijen de tal manera viendo abierta la puerta al monismo identitario, a la homogeneidad en el sentimiento de pertenencia.
Solo lo puro, solo lo homogéneo en sí mismo, lo simple, solo lo igual a sí mismo es sujeto de derechos, de reconocimiento. Lo otro, lo mezclado, complejo, lo irreductible a una sola idea, a un solo pensamiento, sobre todo a un único sentimiento es despreciable, impuro, debe ser desterrado y dejado a los otros que son plurinacionales, plurilingüísticos, compuestos en lugar de unitarios. Son menos reales que lo simple, lo igual a sí mismo, no son identificables en el sentido que los iguales a sí mismos reclaman reconocimiento de su cualidad nacional, son simples quimeras sin fuerza de permanencia en la historia, en el cambio de los tiempos como, por el contrario sí lo son los simples, puros, homogéneos en sí mismos, no mezclados, fuertes, firmes en su sentimiento de pertenencia, con una identidad clara, no una compuesta, siempre en riesgo de descomponerse en sus elementos.
Que España sea plurinacional es un hecho constatable: en la medida en que hay miles de personas que se sienten pertenecientes a la nación vasca, o a la catalana, existen la nación etnocultural vasca y la catalana. Y a la inversa: en la medida en que en Euskadi y en Cataluña existen miles de personas que se sienten pertenecientes -al menos también- a la nación etnocultural española, Euskadi y Cataluña son tan o estructuralmente más plurinacionales que España misma. Sin contar a todos aquellos que, por encima de su pertenencia a la nación etnocultural vasca o catalana, o española, tanto en Euskadi como en Cataluña se sienten y saben pertenecientes a la nación política española como ciudadanos sujetos de derechos y libertades garantizados por la Constitución.
Pero es importante llegar al núcleo mismo de esta cuestión del pluralismo cultural, lingüístico, nacional. Los que hemos llegado al siglo XXI y nos adentramos de lleno en él somos herederos de varias lenguas, de variadas y muy potentes tradiciones culturales, herederos de distintas corrientes de pensamiento y sabemos que ninguna de las lenguas que se hablan hoy en Europa se puede entender solo desde sí misma, sin sus múltiples referencias a la filosofía griega y sus contradicciones, sin la riqueza ética y la fuerza histórica de la tradición hebrea y la fe cristiana, sin su vinculación a la cultura del derecho romano, a lo que supuso la Edad Media y la cristiandad -como lo recogen Ernst Kantorowitz en su obra ‘Los dos cuerpos del Rey’, o Norbert Eliasen en ‘El proceso de la civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas’-, sin la Ilustración europea y, cada vez de forma más evidente, sin el lenguaje científico y técnico.
Y si cada lengua es en sí misma plural, también son plurales los individuos que se sirven de esas lenguas. Porque el gran milagro de la cultura moderna, aunque también era verdad en épocas anteriores, es la realidad de individuos compuestos a partir de elementos culturales de diversa proveniencia que no pueden ser separados unos de otros si no es con el riesgo de liquidar al portador de todos ellos. Haber llegado a esta situación de complejidad real existente en tantos miles de personas para ahora tener que recurrir a la falacia de identidades territoriales monistas en cada territorio negando la realidad de la riqueza compleja de tradiciones y elementos culturales en las personas que habitan esos territorios es un paso atrás. No para volver a la lengua franca, que fue el latín en le Edad Media, ni al griego que conformaba la koiné que caracterizaba la cultura de los países del entorno del mar Mediterráneo, norte y sur, este y oeste, sino para encerrarse en una pretendida simplicidad, homogeneidad, unicidad, pureza. Un monismo en el sentimiento de pertenencia que solo se puede alcanzar en la realidad por medio de algún tipo de imposición, de exclusión, de empobrecimiento forzado, de jibarización o mutilación espiritual de los individuos y personas complejas, mezcladas, enriquecidas, participantes en distintos grados y de distintas formas en círculos de tradición cultural variados, distintos, y a veces incluso contradictorios.
Parece que la única idea que dirige este tipo de operaciones jurídico-constitucionales solo puede ser la idea del divide et impera, divide para mandar: el mayor de todos ellos cree que solo dividiendo a los súbditos territorialmente los tendrá controlados y a su merced, y los pequeños pensando que con su unicidad de sentimiento de pertenencia debilitan al Estado que constituye el espacio común de la ciudadanía, del derecho y la libertad, para negársela incluso a los suyos. La destrucción mutua del Estado de Derecho.