Igor Sosa Mayor-El Mundo
A propósito del Consejo que comienza hoy, el autor cree que, más allá de las urgencias, la UE ha de aprovechar la crisis migratoria para construir a su alrededor un cinturón de bienestar socioeconómico y político.
LA CRISIS migratoria está generando tensiones en el funcionamiento de la Unión Europea. La pluralidad de sus causas, la diversidad de posiciones ideológicas y la disparidad de intereses nacionales complican la toma de decisiones. Los resultados del próximo Consejo Europeo serán probablemente ambiguos, pues habrá una de cal europeísta y una de arena nacionalista. Y, sin embargo, como bien sabemos, toda crisis es al mismo tiempo una oportunidad y ésta no es una excepción. En efecto, al socaire de esta crisis la Unión Europea ha de desperezarse geopolíticamente, asumiendo por fin que su peso político y su posición geográfica conllevan responsabilidades internacionales que demandan una respuesta lo más común posible.
Parece además buen momento para hacerlo. El cierre de la expansión geográfica de la Unión permite operar con fronteras más estables, alejadas hoy por hoy las incorporaciones de la Turquía de Erdogan y de los países balcánicos. La errática política de Donald Trump zarandea el marco transatlántico. El Brexit nos debilita, pero nos libra de un socio de reticencias berroqueñas a la política exterior común. Al mismo tiempo, nuestro vecindario está alborotado. Rusia está buscando su lugar en el mundo entre potencia regional (Ucrania, Cáucaso…) y potencia con hechuras globales (Siria, República Centroafricana, etcétera). Las costuras que penosamente remendaban Oriente Próximo se descosen gradualmente. El paulatino fortalecimiento económico de la Unión también invita a retomar con brío nuestra política exterior común, algo que aprueban dos tercios de los europeos. Es hora, pues, de tomarnos a nosotros mismos geopolíticamente en serio.
Caben pocas dudas de que la política exterior sigue siendo la cenicienta de las políticas comunes europeas. Al optimismo de principios de siglo, condensado en el Tratado de Lisboa (2007), le siguió la crisis económica que, unida a las reticencias nacionales, dificultó los avances. Y, sin embargo, la impresión de que la política exterior común está en agraz no es del todo correcta. Desde hace ya una década contamos con el Alto representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad (Federica Mogherini) y el Servicio Europeo de Acción Exterior. Si bien es cierto que su papel ha sido políticamente un tanto exánime, no lo es menos que no han estado inactivos. Estos años han servido para pergeñar estructuras (como el Frontex, agencia europea de control de las fronteras), definir estrategias (la Estrategia Global de la Unión de 2016) y acumular experiencias (en múltiples misiones exteriores). Estamos pues ante un rico arsenal de posibilidades que puede y debe ser activado y fortalecido.
En África, la mayor preocupación migratoria actual, la situación es a todas luces complicada. Las voces más sombrías auguran para las próximas décadas desarrollos espeluznantes: explosión demográfica, desestructuración política, guerras, migraciones masivas, etcétera. Y, sin embargo, otras voces ven la botella medio llena. Quitando países donde habita el caos (Somalia, Sudán del Sur, etcétera), otras zonas del continente podrían hallarse en un cierto despegue económico. Han aumentado las tasas de escolarización, se han reducido la pobreza extrema y el hambre, hay crecimiento económico sostenido (con muchas desigualdades)… De forma paradójica estas mejoras son incluso una de las causas del auge migratorio: muchos estudios muestran que no son los más pobres quienes emigran, sino la incipiente clase media que logra reunir unos dineros para enviar a alguno de sus miembros a Europa.
Hoy en día es difícil decir con certeza si de aquí a 30 años África entrará en un círculo vicioso o virtuoso. Pero de algo no cabe duda alguna: la Unión Europea tiene un profundo interés geopolítico en la estabilización de toda la mitad norte del continente africano. La buena noticia es que tanto la Unión como los Estados miembros llevan ya más de una década de implicación y colaboración con los estados africanos. En estos años se han creado marcos jurídicos y foros políticos que facilitan la cooperación entre ambas partes. El Acuerdo de Cotonú (2000), en fase de renegociación, ha determinado la política comercial y de desarrollo de la Unión con muchos países africanos. Crucial fue asimismo la Cumbre de Lisboa (2007) donde se acordaron políticas estratégicas comunes en ocho grandes bloques (seguridad, cambio climático, comercio o derechos humanos).
Por añadidura, la Unión Europea cuenta con un plan de Estrategia Global presentado por Mogherini en 2016, que define una serie de objetivos que valen para el continente africano. Se estipula ahí la necesidad de tener una geopolítica europea que integre aspectos de seguridad, apoyo a la estabilización política, control de las migraciones, cuidado del medio ambiente y, entre otras cosas, comercio libre y justo.
El control de la inmigración es un interés más europeo que africano, toda vez que los emigrantes envían unos 27000 millones de euros anuales a África. Hasta cierto punto no carecen de razón aquellos que critican que para la Unión la emigración se haya convertido en el único tema relevante, frente a la ayuda al desarrollo. Con todo, ambas finalidades, controlar la inmigración y suprimir al menos parcialmente sus causas, no distan tanto una de otra por lo que los intereses geopolíticos europeos y africanos pueden converger sin tantas estridencias.
Algo de eso parece estar ocurriendo. En los últimos años la Unión Europea ha ido pergeñando unas políticas en África que quizá a medio plazo logren ciertos resultados positivos, por muy imperfectos que sean. Por un lado, la pacificación de zonas inmersas en conflictos es a todas luces una necesidad de primer orden para europeos, pero también para los propios africanos. La Unión ha enviado formadores militares y policiales a zonas como Mali, Níger, Chad, etcétera. Además de haber participado en 14 operaciones de pacificación en 18 países. Algunas operaciones han sido un éxito: la Operación Atalanta redujo la piratería en el Cuerno de África.
POR OTRO LADO, dos son hoy en día los nuevos mecanismos financieros que ha puesto en marcha la Unión para apoyar medidas de desarrollo. Primeramente, el Fondo de Emergencia (dotado con 3.400 millones de euros) con el que se han financiado centenares de proyectos destinados a mejorar las oportunidades económicas locales en diversos países (Camerún, Segenal, Mauritania, Egipto, etcétera). Más ambicioso es el Plan de Inversiones Externas, que responde a un importante cambio de paradigma: el apoyo directo en forma de ayuda al desarrollo no ha sido lo exitoso que se deseaba. Por ello se ponen en marcha mecanismos para incentivar la inversión privada (siguiendo el modelo del llamado Plan Juncker). La Comisión pretende llegar a los 44.000 millones de euros de inversiones en los próximos años.
Todos los estudios apuntan al pésimo estado de las infraestructuras como uno de los principales escollos económicos de África. En los últimos años, la Unión Europa ha contribuido a la construcción de unos 4.000 kilómetros de carretera en la zona del Sahel. Los expertos calculan sin embargo que son necesarios 75.000 millones de euros anuales en inversiones, una cantidad fuera de las actuales posibilidades. Es por ello que no sería descabellado explorar una foto trilateral en el que la Unión Europea se sentara con los países africanos y con China para hilvanar posibles acuerdos comunes. La superpotencia asiática tiene proyectos similares en muchas partes del continente africano, por lo que una colaboración mejoraría nuestra posición geopolítica.
En resumidas cuentas, más allá de las urgencias más apremiantes, la Unión Europea ha de aprovechar la crisis migratoria para consolidar su conciencia geopolítica: construir a su alrededor en la medida de lo posible un cinturón de bienestar socioeconómico y político. Los fines están claros, los medios cada vez más engrasados y la necesidad, no nos engañemos, más imperiosa.
Igor Sosa Mayor es doctor en Filología Alemana e Historia y actualmente investigador de la Universidad de Valladolid.