Ignacio Camacho-ABC
En ausencia de certezas triunfan bulos y mitos, un reflejo aprensivo contra el que la tecnología no nos ha prevenido
Pocas cosas inquietan tanto a los ciudadanos como un político llamando a la calma. El «no corráis que es peor» carece de eficacia en boca de una profesión aborrecida. Por eso son inútiles los consejos sobre el coronavirus; la gente sólo va a obedecer órdenes, y aun así su eficacia dependerá de la vía coercitiva. También están a punto de caer en desgracia los expertos, cuyas opiniones, como las de los economistas en la crisis de 2008, empiezan a perder prestigio víctimas de la heterogeneidad de sus criterios. Triunfan en cambio las redes sociales y el whatsapp, donde nueve de cada diez presuntas informaciones son bulos o mitos -por algo se les llama virales- pero por su naturaleza alarmista gozan
de enorme halo atractivo. Epidemiólogos, dirigentes públicos y por supuesto periodistas ya no tienen el crédito de un primo de un cuñado de alguien que trabaja en un hospital y conoce a un médico. Estamos ante la primera epidemia de la Historia retransmitida por teléfono.
Así, los estadistas europeos agravan sus mensajes para preparar a la población ante la toma de decisiones antipáticas. Ése es el sentido de las solemnes escenificaciones de Macron y de esas palabras de Merkel -«se va a contagiar el 70 por ciento»- que fuera de la disciplinada mentalidad alemana han supuesto una notable dosis de alarma. La canciller quería decir que ha llegado el momento de normalizar en lo posible la infección y tratar de escalonarla, de evitar que la transmisión sea simultánea interviniendo para graduarla en el tiempo y conjurar el peligro de saturación sanitaria. La sociedad, sin embargo, no está para matices y se ha quedado con el porcentaje, que leído sin la anestesia del contexto infunde un desasosiego escalofriante. Merkel no es un prototipo de empatía ni de asertividad y su comparecencia ha generado debate sobre la necesidad de una franqueza demasiado explícita para determinadas sensibilidades. En España muchos echan de menos un pronunciamiento más rotundo de Sánchez, pero es dudoso que su nula presunción de veracidad logre convencer a nadie. En ausencia de portavoces cualificados, están quemando a Fernando Simón en el trance; el hombre, con todo su buen oficio comunicativo, ya no sabe qué hacer para transmitir tranquilidad al paisanaje.
Hemos entrado en pleno pánico milenarista, la irracionalidad mágica del medioevo divulgada a través de las nuevas tecnologías y sazonada con el poder magnético de las teorías conspirativas. Ante la falta de respuestas científicas cunde una aprensión casi mitológica que no se puede combatir con la frialdad de las estadísticas porque todo el mundo cree que le manipulan las cifras. Ese temor compulsivo es socialmente letal cuando se mezcla con la incertidumbre ante lo desconocido. El avance del conocimiento no nos ha prevenido contra el asustadizo resabio ancestral que habita en el fondo de nosotros mismos.