Minimalismo expresivo

EL CORREO  18/03/15
MANUEL MONTERO

· Paradoja: en un país donde no hay grupos que se reclamen obreros, salvo en las proclamas sindicalistas, lo tienen a gala los hijos de los obreros

Son minimalistas no en el sentido de reducir la expresión a lo esencial sino por proyectar nociones elementales o rudimentarias. La oratoria nacional de estos momentos agónicos se nos llena de nuevas figuras retóricas que quieren ser vistosas, formadas por ideítas de aspiración transcendental. No destacan por su enjundia. A veces dan en ocurrencias, otras parecen el fruto tortuoso de un gabinete de marketing tras una tarde biliosa.

La joya de la corona pertenece a Pedro Sánchez, que desde hace unas semanas la suelta venga a cuento o no: «La clase media trabajadora», convertida en el objeto preferido de sus deseos. «Tenemos que ganar para hacer un nuevo contrato ciudadano con la clase media trabajadora», quiere «a recuperación justa, en beneficio del 90% de la clase media trabajadora», «proteger a la mayoría, a la clase media trabajadora» y así sucesivamente. No se le va de la boca. Este hombre ama a la clase media trabajadora, sea lo que sea.

Es un neologismo de contenido incierto. Seguramente encarnó en la oratoria del secretario general cuando alguien advirtió que para las elecciones había que contar con las clases medias y no sólo hablar de trabajadores y desposeídos. El PSOE estaba cayendo en una obsesiva sensiblería obrerista, que queda roja pero limita los votos. Como no querrían abandonar el aire proletario, a algún genio se le ocurrió la mezcla: la clase media trabajadora. Un churro conceptual, que les limita aún más el objeto de su codicia electoral. Deja fuera a la clase media que no es trabajadora y a los trabajadores que no son clase media. Se han lucido. La unión de palabras no siempre suma, a veces resta. Cualquier día amplían sus ambiciones y van a por las clases altas, buscando el voto de «la aristocracia trabajadora» o «los ricos obreros». Todo es ponerse.

Algunos socialistas imitan el latiguillo. O lo reinterpretan a la brava, como Susana Díaz, que pese a lanzarse a una campaña nacionalista (andaluza) que desbordaría al mismo PNV, ha tenido su mensaje social. Anuncia bajadas de impuestos para «clases trabajadoras y medias empobrecidas». Aquí el guiño a las clases medias no se aburguesa. Díaz y Sánchez buscan electores diferentes, aunque quizás así las clases medias no empobrecidas, las enriquecidas y las aristocratizadas entiendan que en el reparto les tocan las subvenciones.

El giro sociata hacia las clases sin fronteras ha coincido con la reaparición de un concepto olvidado, el de ‘obreros’, que se había convertido en un mero recurso referencial para el político. En las movilizaciones de estudiantes el protagonista imaginario es el hijo del obrero. Una y otra vez aseguran que defienden el acceso de «los hijos de los obreros» a la Universidad. Bien está el propósito, aunque puede llevar a pensar que el desaguisado de la reforma de planes tiene sólo esta dimensión. La paradoja: en un país donde no hay grupos que se reclamen obreros, salvo en las proclamas sindicalistas, lo tienen a gala los hijos de los obreros. A no ser que el dicho obedezca al minimalismo retórico o a la búsqueda del imaginario izquierdista basado en grandes tensiones sociales. Viene a ser lo mismo.

Entre los lemas de estos tiempos de transición (o de paréntesis, se verá en su momento) luce con luz propia el que ha pergeñado el PSOE, que anda creativo: «Ser socialista es hacer» difundió entre los suyos hace unos meses. Será alguna clave interna, pues el hermeneuta no consigue desentrañar el fárrago. No resulta convincente la explicación oficial de que es para animar a la militancia, que queda conminada a trabajar, hacer cosas, sin sugerencia de qué le toca hacer.

Para más inri, el lema autodefinitorio del PSOE se parece a la colosal propuesta del PNV: «Hacer crecer Euskadi», un slogan que le saldrá bien pero que resulta osado, con dos verbos en tres palabras que vienen históricamente asociados a materias más prosaicas. La publicidad está llena de propuestas de hacer crecer la barba, hacer crecer el cabello, ídem los senos, el pene, los glúteos, incluso las piernas, aunque también hay programas para hacer crecer la autoestima, la familia y los negocios. Ahora Euskadi. Esto es minimalismo de combate.

El PNV se ha metido en un berenjenal. O patatal. Otro de los hallazgos de estos tiempos se lo debemos a Aitor Esteban: la euskal patata. Aseguró el diputado nacionalista en el último debate que Rajoy tiene en sus manos «dos patatas calientes, la patata catalana y la euskal patata». Es de las novedades metafóricas que emocionan, en un país tan reiterativo en la materia. Tiene el inconveniente de que quizás el interlocutor entienda la indirecta al revés, pues si a uno le dan una patata caliente la deja caer o la enfría. Además, las patatas no suelen estar calientes mucho tiempo, por lo que la imagen se desgasta. Y como el orador dijo ya hace un año lo de «la patata catalana y la euskal patata» el mensaje pierde fuerza, pues muy calientes no estarán cuando pueden aguantar un año sin quemar ni hacer crecer más patatales. Pero se agradece el esfuerzo metafórico, que anima la oratoria vasca, de natural sinsorga.

Es posible que cuando salgamos de este periodo fundacional caigan en el olvido tantas hazañas retóricas. Si nos quedamos empantanados en una transición perpetua, nos perseguirá el minimalismo conceptual, obligados a oír durante una legislatura «clase media trabajadora», «clase media empobrecida», «hijos de obreros», «socialista que hace», «hacer crecer», sin más compensación que la «euskal patata», aunque si está caliente resulta difícil de comer.