Mira por dónde

Fernando SavaterAutobiografía razonada. Taurus Ed. 2003, 23,50 €

«Todo lo que me pasa es por haber leído ‘El Capitán Trueno». (Y porque su abuelo le dijo en una ocasión: «Que nunca te hagan callar)»

Fernando Savater sostiene, sólo medio en broma, que su autobiografía real la componen esos dos apasionados libros que son A caballo entre milenios y La infancia recuperada. Pero dado que, mal que le pese, no todo cabe en los hipódromos y en la literatura popular, entre el Derby de Epson y el 22 de Baker Street, el escritor ha caído finalmente en la tentación de alumbrar unas memorias para completar su retrato. Las publica bajo el título de Mira por dónde. Autobiografía razonada, y, pudoroso, afirma que aunque al acabarlas le dio la impresión de exceso de detallismo ahora sólo se acuerda de lo que se dejó en el tintero. «De cada diez cosas, aproveché dos, descarté tres y me olvidé cinco», asegura. De todas formas, han quedado casi cuatrocientas páginas en las que Savater pasa revista a su vida, sus pasiones y su actividad política, sin dejar de adentrarse en la espinosa actualidad vasca y de hablar de su papel en el movimiento ¡Basta Ya! En algunas partes muy emotivas -como al hablar de su madre, de su infancia y de sus lecturas-, divertidas, inteligentes, reveladoras, en algún punto ásperas, polémicas y hasta susceptibles de molestar, siempre interesantes, las memorias, en las que aparecen Cioran y Guillermo, Jesús de Aguirre y Harry Potter, el colegio del Pilar y la Escuela de Francfort, ETA y El cetro de Ottokar, Franco y Boris Karloff, muestran a un personaje con mucho de entrañable, un pensador libre y un hombre hedonista, sentimental e indiscutiblemente valiente. Cuando al inicio de la entrevista se le piden disculpas por la actitud de esos paisanos catalanes que el pasado 28 de febrero reventaron un acto de la Universidad de Barcelona sobre Giordano Bruno por la participación de Savater en el mismo, responde rápida y generosamente, con una gran sonrisa: «¡Si yo tuviera que disculparme por todo lo que hacen mis paisanos!».

PREGUNTA. Cuando, camino de Irkutsk, los acompañantes de Miguel Strogoff se sorprenden del valor de éste al enfrentarse a un oso, el julesverniano correo del zar se limita a declarar: «Soy siberiano». Se quiera o no, uno lee sus memorias tratando de hallar la razón esencial, el rasgo de carácter, que le conduce a usted a meterse de esa manera tan comprometida en el peligrosísimo berenjenal del País Vasco.

RESPUESTA. Todo el libro es la búsqueda de una explicación a eso. Hay mucha gente que me dice: «¡Cómo has cambiado!», y sin embargo, yo no lo veo así, y he querido mostrar el camino que me lleva a implicarme. La vida me fue llevando ahí. No quería volver a hablar del problema vasco, pero no ha habido más remedio. El sueño de la aventura, de la vida romántica, esa añoranza, de alguna manera me ha llevado a encontrarme en la situación en la que estoy, en la que no me puedo pasear sin protección policial. Es culpa de haber leído El Capitán Trueno. Ese ideal del paladín, del caballero, aunque yo más bien lo sea de triste figura, te hace sentirte llamado por los acontecimientos y no sales huyendo, como sería más seguro. Además, aunque soy muy individualista, los problemas colectivos me han preocupado mucho siempre, me siento concernido por lo que le ocurre a la colectividad. Soy individualista, pero no aislacionista.

P. Y ha tenido siempre, por lo que explica en sus memorias, una especial aversión contra la injusticia.

R. La muerte se impone continuamente a la vida, y yo creo que la injusticia forma parte de eso, es enemiga de la vida. Por eso yo siempre he luchado contra la injusticia.

P. Su libro arranca desde la intimidad y la dicha de la infancia con una perspectiva muy bachelariana de la poética de los rincones y las miniaturas, ese universo minúsculo e ilimitado en el que se combinaban el olor del engrudo para pegar cromos y el del salitre y la pólvora de los relatos de Salgari.

R. Sí, está mi San Sebastián, símbolo del paraíso infantil, mi mundo armónico no devorado por la sombra. Y están los libros, claro, no podía hablar de mi vida sin hablar de los libros. Enseguida me di cuenta de que podía contarla sin los libros que he escrito, pero de ninguna manera sin los que he leído y amado. Leer ha sido y es mi goce esencial.

P. Me sorprendió descubrir en sus memorias que había entrevistado a Peter O’Toole. Debió ser emocionante, como estar a la vez ante sus admirados Lord Jim y Lawrence de Arabia, con todo el mundo de la aventura del mar y de las dunas.

R. ¡Sí, sí! Tengo una foto juntos. Conocerle era en aquel momento lo que más ilusión me hacía. Le entrevisté para la revista del festival de San Sebastián. Me reveló algo magnífico, que la palabra Sáhara significa «nada». Luego hablamos de caballos, no de camellos, él había tenido caballos de carreras. Le pregunté qué prefería, si ganar un oscar o el derby irlandés, y me contestó en el acto: «¡The derby, man!».

P. La parte más conmovedora de sus memorias seguramente es la carta que escribe a su madre, la persona que, dice usted, le hizo un alma.

R. Es lo primero que escribí de este libro. Vive en una residencia y está aquejada de Alzheimer. Voy los domingos a verla. Es un pequeño drama íntimo, y escribí ese capítulo en forma de carta para negociar algo ese doloroso asunto. A partir de ahí, me dije: «¿Por qué no escribir todo lo demás?».

P. Su familia no son los Buendía, pero se hacen entrañables.

R. Los he intentado mostrar como son. Me gustaría tener esos familiares terribles de las novelas de Dickens, pero no son así, lo siento por el lector.

P. Su abuelo Antonio, que tuvo una gran influencia en usted, le dijo a los 16 años una frase que le quedó grabada: «Que nunca te hagan callar».

R. Sí, es extraño, ahora todo el mundo quiere hacerme callar, pero entonces, a esa edad… ¿qué le llevaría a decirme algo así? Me impresiona recordarlo, porque fue como si me marcara un destino.

P. Uno de sus héroes favoritos era Super Ratón, un ratón de cómic con poderes que luchaba contra los malvados gatos. No es que fuera un gran personaje.

R. No me gustaban los superhéroes demasiado serios, prefería a éste, sin grandiosidad muscular. Un superhéroe en clave menor.

P. Ha viajado usted bastante pero nunca ha cumplido su sueño de ir a África.

R. Yo es que creo que la mía, la de Tarzán, la de Grizmek, la de las grandes aventuras de exploración y caza, no debe existir ya, aunque es verdad que mi amigo Javier Reverte fue y la encontró. No sé, pienso que es mejor seguir viajando con la memoria, con el recuerdo de mis libros.

P. Ni Beatles ni Rolling Stones.

R. No, musicalmente no he sido muy aficionado a lo anglosajón. Lo mío es lo francés, la canción francesa, Brassens, Brel, Bécaud.

P. Y se considera un objetor gimnástico, divertida formulación.

R. Siempre he tenido una relación muy mala con mi cuerpo. ¡Las cosas que he hecho para saltarme la gimnasia! Puedo afirmar que en esta vida saltar el potro no es algo inevitable.

P. Me ha parecido que la recurrente referencia en su libro al onanismo -incluida la singular modalidad sin manos- es una manera caballerosa de no hablar mucho de sus romances.

R. En unas memorias siempre tienes miedo a ponerte en plan hazañas sexuales o a quedarte corto, aséptico, asexuado. He tratado de hablar de esa parte de mi vida con cierta naturalidad, sin fanfarronería. Ha habido aventuras, y en líneas generales he de decir que no creo que haya vida después de la muerte, pero la ha habido antes.

P. Sorprende leer que la filosofía no ha sido una vocación en su vida.

R. No, la literatura en cambio sí. Aún hoy me veo más como escritor que como filósofo. Nunca creí llegar a ser filósofo, ese rango me ha sido otorgado por razones biológicas.

P. Bertrand Russell es su modelo en el gremio.

R. Siempre me han gustado más los filósofos por su actitud vital, por el ejemplo de su reflexión y aventura del pensamiento, que por su obra. De ahí mi interés por Russell y por Voltaire.

P. De las personalidades a las que conoció, Russell decía que Lenin le impresionó por su fanatismo y su crueldad mogólica. Y que Gladstone le pareció el personaje más inolvidable. Una vez, escribe en

Ensayos impopulares,

lo oyó quejarse de que le habían servido el oporto en copa de clarete y dice que fue la experiencia más aterradora de su vida.

R. Con Gladstone estamos en el mundo victoriano de Las cuatro plumas, el padre de Russell, ¿sabe?, fue ministro en su gabinete, ¡qué gente más increíble!, ¡qué vidas! Además de Russell y de Voltaire, me gusta mucho Schopenhauer, me gustan los filósofos que escriben bien. A mí, Schopenhauer me parece además casi un autor de terror, me recuerda a Lovecraft, ¡su Voluntad es un personaje digno de los Grandes Antiguos del escritor de Providence!

P. «El hombre ha venido al mundo para ser feliz». Ésa fue una de sus primeras aseveraciones filosóficas.

R. En su momento lo dije como algo instintivo. Pero es una consideración muy importante para mí. Creo que la felicidad es una herencia que se nos debe, no algo que hay que ganar.

P. En su libro aparecen muchas personas conocidas con las que usted ha intimado, Borges, Cioran, Octavio Paz, algunas en situaciones sorprendentes -Luis Alberto de Cuenca bajo su espada en una representación de

Macbeth,

Francisco Calvo Serraller en una fiesta lisérgica, Félix de Azúa acaramelado-, pero a diferencia de otras memorias al uso, usted no convierte esas apariciones en un valor de cambio.

R. No me aprovecho de la gente que he conocido, habrá incluso a quien le molestará que no le cite, pero me he negado a que mis memorias fueran un catálogo de personajes populares, con índice onomástico para facilitar la consulta.

P. Por ahí de repente aparece, por ejemplo, Habermas, con su labio leporino, como secundario de lujo.

R. Sí, qué vergüenza ese encuentro; me hablaba en la Feria de Francfort y yo azorado le contesté: «Lo siento, no hablo alemán», y su agente me apuntó: «El señor Habermas le está hablando en inglés».

P. Su concienciación y su compromiso político en la lucha antifranquista fueron algo atípicos.

R. Como Groucho, yo tampoco formaría parte de un club que me admitiese como socio. Pertenecí a un grupo ácrata, en el que podías estar sin estar. Nunca me sometería a la disciplina del partido, de la célula, de las órdenes. Me metí en la lucha por esa incapacidad de soportar las injusticias de las que hablábamos antes pero sobre todo por el hecho concreto de la muerte de Enrique Ruano durante su detención.

P. Su nombre en la ficha policial era El Foca, vaya.

R. Es que llevaba bigote.

P. Sufrió cárcel, aunque a cambio tuvo tiempo, durante el mes en Carabanchel, de leer a Spinoza.

R. En aquella época, en cuanto hacías algo acababas en la cárcel. Si eras antifranquista y tenías alguna actividad te pillaban. Por eso sospecho mucho de la gente que hoy dice que lucharon contra Franco y nunca los cogieron.

P. Creo que era usted célebre por correr en las manifestaciones en dirección contraria,

hacia

los

grises.

R. Mi mala vista me jugó más de una mala pasada, sí. Mi gran angustia, como nos suele suceder a los miopes, era que me rompieran las gafas.

P. Pese a todo el dramatismo, no deja usted de señalar un componente lúdico y emocionante en aquello. Cuando le avisan de que la policía va a ir a buscarle le da en pensar en la Mota Negra, la condena a muerte de los hombres de Flint en

La isla del tesoro.

Y luego en la cárcel llama a los guardias, con pitorreo, «sahib».

R. Es ese sueño mío de la vida romántica, de la aventura. La tendencia a trasmutarlo todo en clave de Stevenson o Salgari. Alguien ha dicho que más que Savater me debería llamar Sabatini.

P. ¿No se corre con eso el riesgo de trivializar la realidad?

R. Nunca he vivido la vida como una tragedia. En vez de un sentido trágico de la vida he tenido siempre un sentido cómico de la vida.

P. ¿Es cierto que cuando propuso hacer su tesis doctoral sobre Cioran muchos pensaron que era un personaje inventado por usted?

R. La verdad es que inicialmente había pensado que Agustín García Calvo me inventara un presocrático, y quizá de ahí vino la sospecha. Luego Cioran tuvo un éxito enorme en España, más que en Francia. Recuerdo que en un programa de Un, dos, tres, una pareja sólo supo decir dos nombres de filósofos, Aristóteles, que era el ejemplo que se les daba, y… Cioran.

P. Cada vez se acumulan más evidencias contra él y Eliade, por su relación con el fascismo rumano.

R. Nunca ha sido ningún secreto. Cioran tenía entonces 20 años y estaba sumergido en ese mundo nihilista, destructivo, de la Guardia de Hierro, en parte huyó de eso. En su caso, a diferencia de Eliade, era una implicación meramente literaria.

P. Usted fue un adelantado en la valoración de

El Señor de los Anillos,

el tiempo le ha dado la razón.

R. Sí, aposté por un caballo ganador. Ahora puedo decirles a los padres: «Mirad, mirad lo que les gusta a vuestros hijos». Y reírme un poco.

P. Reivindica a Dutton Peabody, el corajudo editor de diarios de

El hombre que mató a Liberty Valance,

y afirma en sus memorias: «Mi género es el periodístico».

R. Me ha gustado escribir muchas cosas, pero lo mejor que he escrito son los artículos periodísticos. Una antología de los mejores del siglo en España debería incluir alguno mío.

P. La antipatía por los nacionalismos aparece de manera recurrente en su libro, pese a que a inicios de la democracia, escribe, usted participó en mítines de HB y colaboró en

Egin.

R. La democracia fue extremadamente generosa con los nacionalismos periféricos, en la consideración indiscutible de que habían sufrido un maltrato. Pero cada vez se vio más en ellos un deseo de romper la democracia compartida para ir buscando un régimen monolítico paradójicamente muy parecido al franquismo. Los nacionalismos han sido los grandes traidores de la democracia.

P. Tampoco se libran de sus críticas los partidos políticos en general.

R. Ahí muestro un fondo libertario, no me he curado de mi pasado ácrata. Me gusta la acción política pero no desde dentro de los partidos.

P. También hay algunos ataques personales.

R. Me divierten los ajustes de cuentas. Y contesto a algunos que nos han reñido. Es mi lado levemente suicida.

P. Sólo se le podía ocurrir a usted encabezar el capítulo sobre el movimiento ¡Basta Ya! con un texto de

El libro de la selva,

el discurso de Mowgli a la manada contra la tiranía de Shere Khan. Ese capítulo de sus memorias es el más largo y prácticamente, si se exceptúan un par de codas, el último.

R. Dudaba sobre incluir lo de ¡Basta Ya!, ¡está tan próximo!, pero no quería hurtar esa desembocadura de mi biografía. De todas formas me horroriza pensar que los lectores crean que lo otro no es lo importante.

P. ¿Se arrepiente de haberse involucrado de esa manera en el problema vasco?

R. La vida te atrapa. Quizá no debí meterme. Pero una vez lo haces ya no puedes salir con decencia. Hay un momento en la Ilíada, cuando Aquiles acorrala a Héctor, que me parece terrible y conmovedor. Héctor sabe que no puede nada contra el pélida, pero afronta su destino. Antes, efectivamente, podía haberme refugiado en mi San Sebastián soñado, pero me impliqué, y ahora no es posible salir. Sé que en algunos mi actitud provoca incomprensión, por eso en el libro he ido contando cómo han ido pasando las cosas en mi vida, a ver si me entienden.

P. En todo el libro hace usted un alegato de la alegría, pero el final es triste.

R. Eso me han dicho. En el fondo, amar la vida es deplorar que vamos perdiéndola, y toda biografía es una disertación sobre la muerte. La melancolía es parte esencial en un libro que trata básicamente del tiempo y su discurrir.

P. Esa imagen final de Long John Silver al que usted le pide que le embarque hacia un Avalon pirata…

R. Siempre he tenido un punto piratesco y es bien sabido mi amor por La isla del tesoro. La calavera y las tibias significan la muerte, pero también todo el alto e irrenunciable universo de la aventura.

EL PAÍS Babelia, 22/3/2003