¿Tenemos derecho a abandonar a su suerte a millones de mujeres afganas que aspiran a una vida decente, inspirada por los valores de las sociedades democráticas? Gritemos fuerte contra la odiosa impunidad de la barbarie del tribalismo salvaje en un país en el que nuestros soldados luchan y mueren sin tener una idea clara de la misión que les ha sido encomendada.
La compleja cartografía política, religiosa, étnica y tribal de Afganistán constituye un rompecabezas para los extranjeros que se adentran temerariamente en ella: los ingleses en el siglo XIX, los soviéticos en los años ochenta del pasado siglo, la coalición liderada por Estados Unidos en la primera década de la presente centuria. Si los objetivos proclamados por el colonizador británico (civilizar a los autóctonos y, en realidad, añadir una nueva joya a un imperio que abarcaba ya la totalidad del subcontinente asiático) y los rusos (extender a una zona de alto interés estratégico el ya moribundo modelo soviético) eran claros, los invocados por Washington y sus aliados tras el horrible atentado del 11-S han pasado de ser un acto de legítima defensa avalado por Naciones Unidas (el castigo de Bin Laden y del régimen talibán que le apoyaba y daba refugio) a algo distinto y más arriesgado sin que se nos aclare la índole del cambio (contener la amenaza terrorista, proteger la inestable frontera con Pakistán, reconstruir y democratizar el país). Después de ocho años de una ocupación de un altísimo coste financiero y de vidas humanas, tanto para los ejércitos de la coalición liderada por Washington como para la población civil afgana, esta incertidumbre y confusión en torno a los objetivos de la guerra explica el creciente desafecto de la población local y de la opinión pública de los países que participan en la alianza.
¿Cuál es la finalidad de una guerra que parece prolongarse indefinidamente, aunque de forma voluntarista y arbitraria se fijen calendarios de retirada, de una guerra disfrazada, de puertas afuera, de «pacificación»? Reconstruir, democratizar, se nos dice. Pero, ¿se puede destruir y reconstruir a la vez un país? ¿Se puede democratizar su sociedad a bombazos? Los datos que nos procuran los propios militares destinados allí hablan por sí solos. Si los soldados franceses, italianos y españoles responsables del orden y seguridad en las diferentes provincias del norte y noreste fueron acogidos al principio con simpatía por una población cansada de la intolerancia religiosa de los talibanes, se enfrentan hoy a la franca hostilidad de los autóctonos y son vistos como fuerzas de ocupación. Los fondos destinados a mejorar las infraestructuras del país y ayudar a la población desaparecen en los bolsillos de los señores de la guerra y de los funcionarios corruptos del Gobierno de Karzai.
Las zonas rurales del sur, con una mayoría de población pastún, son gobernadas de nuevo por los talibanes y las ciudades controladas por los ejércitos aliados se hallan prácticamente sitiadas por la insurgencia. El cultivo y exportación del opio alimentan generosamente las arcas de la insurrección y atraen a un creciente número de voluntarios para los que el incentivo económico de su alistamiento en las filas de los talibanes es mucho más atrayente y menos peligroso que en el del débil y asediado ejército gubernamental.
Como escribía recientemente Gilles Dorronsoro en Le Monde, «¿cómo garantizar la seguridad de la población pastún, cuando no se puede penetrar en el interior de las viviendas, ni nadie conoce el idioma local y no hay una policía fiable que indique quién trabaja para los talibanes?».
En las provincias del norte, de mayoría uzbeca y tadyica, en donde opera el contingente español, la situación no es mejor. El filme Españoles en Afganistán da buena cuenta de ello. Numerosos afganos corean ya a su paso el grito de guerra «Muerte a los extranjeros».
El testimonio directo, como me enseñó la experiencia de Sarajevo, de la Argelia sumida en la guerra civil de la pasada década y de la Chechenia sojuzgada por los rusos y el clan Kadírov, vale mucho más que los despachos de las agencias y por ello me permitiré citar los de dos españoles involucrados de modo muy diferente en el conflicto: el del soldado citado en el reportaje de José Luis Barbería en EL PAÍS del 6 de diciembre pasado y el de esta extraordinaria compatriota residente en Afganistán, Mónica Bernabé.
En el contingente español, en el que figuran por cierto bastantes inmigrantes que aspiran así a conseguir la nacionalidad de nuestro país, la tan celebrada «misión de paz» -construcción de carreteras y escuelas, suministro de agua y electricidad- se ha degradado paulatinamente en los últimos tres años. Los talibanes dominan un terreno escabroso que conocen a la perfección y nuestros compatriotas permanecen atrincherados en sus bases. Escuchemos lo que dice uno de ellos: «Vives en una tensión permanente, con los nervios a flor de piel. Si te paras por un socavón o un atasco debes evitar a toda costa que te abran las puertas, porque no sabes si van a pedirte dinero o a meterte una granada. Además tratan de que les golpees con el coche para reclamar una indemnización. Yo he pasado momentos muy jodidos con turbas de manifestantes enloquecidos, situaciones en las que te la juegas porque eres tú o ellos. Se producen ataques y refriegas cada dos por tres, pero en España preferimos la versión edulcorada por aquello de que lo nuestro es una misión de paz».
El testimonio de Mónica Bernabé reproduce el día a día de la población y muy especialmente el de su mitad oculta, es decir, las mujeres. Información en verdad estremecedora que desvela con luz cruda la suerte de millones de afganas sujetas a un «código de honor» tribal que las condena a la reclusión e invisibilidad.
Veamos en primer lugar las cifras que cita: según datos de Naciones Unidas, entre el 70% y el 80% de las mujeres son forzadas por su familia a casarse con un hombre que no desean. El 84,2% son analfabetas. El país tiene tristemente uno de los récords mundiales de mortalidad maternal: entre 1.600 y 1.900 fallecen cada año al dar a luz por falta de asistencia sanitaria.
Para pasar a un testimonio brutal espigado entre mil: La Maternidad de Kabul es un lugar lúgubre, de suelo encharcado y sucio, donde las mujeres dan a luz como si estuvieran en una fábrica de parir. Tras el alumbramiento, tienen 30 minutos para limpiarse, recoger sus cosas, vestir al recién nacido e irse a su casa. No hay tiempo para más. Faltan camas y hay otras mujeres que hacen cola para dar a luz.
En las zonas rurales de Afganistán, las familias venden a las niñas a su futuro marido y hay matrimonios que se consuman cuando la novia tiene 11 años. Estas niñas mueren a menudo en el alumbramiento y las jóvenes de 20 años son consideradas viejas y no suelen encontrar esposo que se interese por ellas. Las niñas no van a la escuela y las que desafían la prohibición avalada por los extremistas religiosos pueden ser agredidas o violadas. El recurso a la justicia es inútil: los violadores son absueltos por los tribunales.
La lista de brutalidades elaborada por Mónica Bernabé, cuyo blog recomiendo vivamente a quienes defienden los derechos de las mujeres establecidos en la Carta Fundacional de Naciones Unidas, es dolorosa y larga, y prefiero detenerla aquí. El horror de los hechos denunciados nos retrotrae a un mundo primitivo y brutal, en el que la mujer es simplemente un objeto desechable.
Y de ahí, paso a la observación de un joven de las afueras de Kabul al anuncio del envío de 30.000 soldados estadounidenses más para reforzar el proceso de «pacificación» decidido por el presidente Obama: «No podrán estabilizar Afganistán aunque se traigan a todo su ejército. Sólo nosotros entendemos nuestras tradiciones, geografía y modo de vida». Palabras que reflejan la realidad desde un punto de vista militar y anticipan el previsible fracaso de la decisión estadounidense y del seguidismo de algunos países, incluido el nuestro.
Ahora bien, si la retirada más o menos digna, parece inevitable, el problema moral que nos acucia se plantea con toda su crudeza: ¿tenemos derecho a abandonar a su suerte a millones de mujeres afganas que aspiran a una vida decente, inspirada por los valores de las sociedades democráticas? ¿De qué forma podemos ayudarlas sin recurrir a las armas?
Gritemos y gritemos fuerte contra la odiosa impunidad de la barbarie de un tribalismo primitivo y salvaje como el reinante en un país en el que los soldados de nuestro contingente luchan y mueren sin tener una idea clara de la misión que les ha sido encomendada.
Juan Goytisolo, EL PAÍS, 2/2/2010