Ignacio Camacho-ABC
Para Sánchez, el consenso destruye a la socialdemocracia. A paseo el interés de España: el poder es la verdadera patria
Cuando Sánchez hace una declaración sin mentir deberían repicar las campanas de las catedrales como en las solemnidades extraordinarias. El prodigio, tan insólito que rara vez se produce en España, ha tenido lugar ante la prensa italiana, donde el presidente ha admitido que jamás se le pasó por la cabeza incluir al PP en ninguna clase de alianza, lo que en otras palabras significa que pedía el voto para su investidura a cambio de nada. He ahí un mensaje a Felipe González y otros esforzados partidarios de la gran coalición dinástica: abandonad toda esperanza y olvidaros del espejo de Alemania, que Míster No considera que el entendimiento con el centro-derecha representa la muerte de la socialdemocracia. A paseo los intereses generales: el partido y el poder constituyen la verdadera patria. Ésas son, por decirlo con el título de una veterana publicación de raíces felipistas, sus claves de razón práctica.
Claro que en las contadas ocasiones en que se muestra sincero, Sánchez pone de relieve todas las que ha dejado de serlo. Sus manos tendidas, sus llamadas al consenso, nunca han sido otra cosa que retórica, simulación, postureo. La base de la legislatura son los nacionalistas y Podemos, y a la oposición liberal sólo le reclama asentimiento. Queda oficialmente disipado todo espejismo de acuerdo, no ya sobre el Gobierno, que eso está descontado, sino sobre la negociación de los presupuestos. Dense por derrotados los últimos paladines del pensamiento ingenuo; no existe ni ha existido la más mínima posibilidad de encuentro. El fantasma del Pasok griego inspira demasiado miedo. El sanchismo prefiere tener a Iglesias, con todos sus riesgos, más cerca que lejos para no concederle la oportunidad de capitalizar el descontento. Y por eso en el centro de sus cálculos y cuentas siempre, desde el «no es no», ha estado el modelo Frankenstein como eje estratégico. Aunque para ello haya tenido que desnaturalizar al PSOE y blanquear al bloque anticonstitucionalista al completo -comunistas, separatistas y posetarras- bajo el camuflaje de fuerzas de progreso.
La confesión de parte se agradece en un hombre que suele mantener con la verdad una relación calificable de laxa. Pero revela que su concepción de la política es meramente táctica. No le interesan las ideas ni siquiera los programas, sino las posiciones de una geografía electoral que entiende como un mapa de coordenadas. Cuando Susana Díaz confió en él -qué inmenso error- se presentaba como un moderado, un social-liberal pragmático, adversario del populismo que terminó abrazando para salvar su liderazgo a través de una artificial dialéctica de bandos. Y una vez en el poder, su único proyecto, ha empezado a asumir inquietantes rasgos de gobernante autocrático. En ese proceso cesáreo se acerca el día en que lo veamos identificarse a sí mismo -Su Persona- como un irremplazable bien de Estado.