KEPA AULESTIA-EL CORREO

La retirada de Borja Sémper, reclamando una política edificante, ha situado en un plano casi utópico el valor de la moderación. Hemos conocido parlamentarios, en Madrid y en Vitoria, sencillamente faltones, cuyas provocaciones sugerían la penosa existencia de algún grupo de personas dispuestas a solazarse en su auditorio. Hubo momentos límite, como los que se sucedieron tras los atentados del 11-M, con casi la mitad de la España oficial dando carta de naturaleza a una teoría de la conspiración disparatada y demoledora para la convivencia. Hoy suena a episodio anecdótico, pero fue milagroso que el país saliera de aquel desafío a la verdad de las cosas. De hecho bastó con que, por la propia naturaleza del terrorismo islamista, no pudieran despejarse todas las dudas sobre la autoría intelectual de los atentados para que los infundios continuasen tras la sentencia del Tribunal Supremo.

La marejada independentista en Cataluña, desbordando los cauces de la Constitución y el Estatut, y el ascenso de Vox han sido causa y efecto de esta última crisis que padece la concordia, sin que a estas alturas se distinga lo uno de lo otro. Claro que un país puede prescindir de la moderación hasta partirse en dos o más. Pero todo indica que la gente, incluso la que se enerva en defensa de su tribu, prefiere la moderación a la batalla permanente. Lograrla en el ámbito político no es nada difícil. Basta con que los adversarios a los que se refería Sémper se critiquen mutuamente por sus actos y por sus propuestas, sin perderse en el juicio de intenciones.

Las decisiones iniciales del Gobierno de coalición PSOE-Unidas Podemos y la literalidad del programa suscrito por Sánchez e Iglesias ofrece tantos flancos para oponerse, que el PP no tendría que desgañitarse para señalarlos. Del mismo modo que parece exagerado que el nuevo Ejecutivo se atrinchere en la dialéctica con la cara más bronca de las derechas, confiando la legislatura a una confrontación con la que -como todo Gobierno en minoría- trate de olvidar su exigüidad parlamentaria. Sí, porque la inmoderación puede estar en todas partes. Incluso en la ‘desjudicialización’ de la crisis catalana, si ello cuestiona a bulto la actuación precedente de las instancias judiciales; en las apelaciones al diálogo, si éste no se atiene a los mínimos de la transparencia que exigía la ‘nueva política’ y orilla a los discrepantes; y en la pretendida búsqueda de soluciones imaginativas al conflicto, cuando las salidas que se dibujan dejan atrás lo bueno en mano a cambio de eso mejor que resulta intangible.