PABLO MARTÍNEZ ZARRACINA-EL CORREO
- La lucha contra la pandemia es ya indistinguible de la lucha política
Las vacunas, por ejemplo. Hace un año eran una quimera y nos obligábamos a relativizar las buenas noticias que llegaban de los laboratorios por razones relacionadas con la propaganda comercial y política. Paciencia, nos decíamos. Hay que confiar en la ciencia, o sea, en la razón. Cómo imaginar que, una vez solucionado el enorme desafío de descubrir el remedio contra una nueva enfermedad, nos veríamos medio superados por otros desafíos mucho más cotidianos y previsibles, como los relacionados con la logística y la comunicación, dos disciplinas que en nuestro mundo se manejan en teoría como nunca. A ese respecto, no puede dejar de asombrar el modo en que se está consiguiendo generar desconfianza en las vacunas. Es a su manera un espectáculo funesto y asombroso. Cada vez que alguien hoy rechaza tajante la posibilidad de que le vacunen con AstraZeneca, convendría recordar que hace doce meses se nos recordaba que las vacunas necesitan generalmente entre cinco y diez años para comenzar a aplicarse.
Del mismo modo, conviene pensar en cómo estábamos hace un año para situar en su justo término la actualidad pandémica. La entrega de hoy dibuja esta situación: el presidente del Gobierno acusando desde Angola a la presidenta de Madrid de mentir con los datos del Covid a un mes escaso de unas elecciones autonómicas a las que concurre Pablo Iglesias en plan suicida para frenar personalmente al fascismo. Reconozcámoslo, hace un año esto no lo veía venir ni quien salía a aplaudir al balcón a las ocho, pero a las seis ya se había bebido todas y cada una las cervezas que tenía en la nevera.
Se ha creado un gran misterio en la política española que podría enunciarse así: ¿en qué momento entenderá Pablo Iglesias que nadie como él trabaja en contra de la causa de Pablo Iglesias? Lo digo porque el exlíder de Podemos, que sigue por supuesto al frente de Podemos, parece empeñado en perpetuar su propia parodia, que es la del clérigo severo que les reprocha a los demás, entre grandes golpes de pecho, los pecados que él mismo comete sin falta, ya tengan estos que ver con la soberbia, la irresponsabilidad o el parné. Ahora el exvicepresidente del Gobierno acepta la jugosa indemnización que se estila entre quienes dejan de ser ministros porque es lo que le «corresponde» mientras va a la televisión pública a montarle el número contestatario a la pobre Mónica García como si fuese Toni Cantó. Que está bien, claro, pero volvamos a Sol en 2011: no era la estirpe, sino la desconexión con la realidad, lo que definía a la casta.
La prensa británica despide al duque de Edimburgo señalando que consiguió moderar sus opiniones pero no su lengua y que definió su papel de consorte de la reina como el de una «maldita ameba». Y aun diciendo esas cosas, el viejo Mountbatten siempre estuvo ahí. Erguido e inamovible. La prensa británica también celebra que el duque de Edimburgo tuvo «una vida bien vivida». No es fácil definir eso, pero como regla general no está mal morirte con noventa y nueve años después de haber estrellado tu último coche a los noventa y siete.