ABC-GABRIEL ALBIAC

A partir de 1985, la jerarquía judicial no es otra cosa que un seudópodo del Leviatán que lo decide todo

FUE aquel analfabeto ilustrado, Alfonso Guerra, quien acuñó la consigna. González, para entonces, había ejecutado ya a Marx. Procedía asesinar ahora a Montesquieu. Era la gran ofensiva contra el Estado democrático. Impensable en un país con tradición constitucional. Indiferente aquí. «Montesquieu ha muerto», proclamó el capataz socialista. Corría el año 1985. Gobiernos de diverso perfil han gobernado España desde entonces. Ninguno ha movido un dedo para resucitarlo.

¿Cómo se gestó aquel asesinato? 1985. Al Ejecutivo lo movía un dilema específico: los recursos ante el Constitucional sobre sentencias de aborto. En ese marco dicta el vicepresidente su sentencia: «Las leyes no pueden permanecer paradas por doce personas que además no han sido elegidas por las urnas». El argumento es idéntico al esgrimido anteayer por el Doctor Sánchez: sólo los electos parlamentarios poseen legitimidad. La jerarquía judicial debe, pues, obedecer al Parlamento. Así se hizo. Así se ha seguido haciendo. Hasta que Marchena, anteayer, rompió la baraja.

La democracia no es las elecciones. No lo es sólo. Elecciones, las ha habido en todas las dictaduras. La democracia es un protocolo que el tal Montesquieu acuña en fórmula seca: «Es necesario que, por la disposición de las cosas, el poder contrarreste al poder». Lo que el autor del Espíritu de las

leyes está profetizando es la emergencia de una máquina de mando colosal: el Estado moderno. Consumada la centralización administrativa, económica y militar por las monarquías absolutas, el mundo europeo se enfrenta a un dilema crítico: ¿cómo sobrevivir a un dispositivo de poder cuyas dimensiones lo penetran todo, vida pública como privada? La respuesta de Montesquieu fija el hasta hoy único procedimiento funcional: desintegrar las tres instancias sobre las que ese poder reposa –ejecutiva, legislativa y judicial–, autonomizarlas y contraponer sus procedimientos e intereses; que la potencia del Estado se oponga y refrene a la potencia del Estado, que no sea un poder único y despótico el que haga pasar su apisonadora sobre los individuos. El Estado democrático no se asienta sobre la colaboración de sus instancias: ésa es la lógica de los despotismos. El Estado democrático se asienta sobre el conflicto insoluble entre ellas. Los totalitarismos entendieron que era ése el mecanismo que había que quebrar para imponer una eficaz dictadura: los jueces fueron puestos al servicio de un Ejecutivo que ejercía como voz del pueblo. Y Europa naufragó.

En rigor, no hay más división real de poderes que la que puso en marcha la Revolución Americana: Presidencia, Cámaras y Magistrados proceden de mecanismos electivos independientes. Es, en parte, el modelo que adapta De Gaulle a Francia con la Vª República. El sistema español nada conoce de esas divisiones: ejecutivo y legislativo son extensiones de lo mismo, con origen partidista en las mismas urnas. Y, a partir de 1985, la jerarquía judicial no es otra cosa que un seudópodo del Leviatán que lo decide todo. Un presidente de gobierno que posea mayoría absoluta es, en España, un dictador electivo. El caso de Felipe González, en el esplendor de sus mayorías absolutas, debiera servirnos como escarmiento: crímenes de Estado, corrupción, impunidad sin límite… «¿Es que nadie va a decirle a los jueces lo que deben hacer?», recriminaba el jefe al presidente de la Audiencia cuando su monopartidismo empezó a derrumbarse. Eso nos trajo el asesinato de Montesquieu. Eso nos sigue trayendo.