JOSÉ MARÍA RUIZ SOROA-EL CORREO

  • La moral es siempre intransigente, mientras que la democracia es amiga del arreglo. Andamos infantilizados por una patulea de personas indignadas que saben mejor que nosotros lo que nos conviene

Vivimos tiempos de acusado moralismo en la política nacional. En dos sentidos: primero, por lo que atañe a la urdimbre del discurso que la clase política utiliza como argumento; en segundo lugar, porque la política mayoritaria impulsa cada vez más decididamente una particular construcción moral de lo que sería buena vida ciudadana. Veámoslo más en detalle.

En el primer sentido, el del moralismo como eje argumentario, sucede que las élites políticas están compensando su caída en el más bajo nivel reflexivo y reformista que se ha conocido desde la Transición, junto a su dedicación obsesiva a políticas de poder cortoplacistas y extractivas; están disimulando esto, digo, poniendo un énfasis impostado en los aspectos sublimes (morales) de la política. La indignación moral es hoy el argumento tipo para la clase política, de manera que su discurrir gira en torno al eje de lo bueno y lo malo. Se renuncia de antemano a consideraciones sobre lo útil, lo razonable, lo pragmático, lo político en el correcto sentido de la palabra, y se sustituye por una especie de entronización (diría quizás Weber) del sermón de la montaña. El de los bienaventurados y los mal nacidos. El de las denuncias inapelables y las condenas irremisibles del adversario porque es perverso, y la exaltación de los nuestros porque somos los buenos. Continuamente escuchamos así, de unos y otros, que deben ser excluidos a perpetuidad del gobierno e incluso de su posibilidad los adversarios de izquierda o derecha.

Continuamente escuchamos, de unos y de otros, que los adversarios deben ser excluidos del gobierno

Lo que la izquierda impone con saña provoca un rearme del conservadurismo más hábil

Lo reclamó provocativamente el sociólogo Niklas Luhmann hace ya bastantes años: para que funcione regularmente, la democracia debe ser deliberadamente amoral en las descripciones que propone, puesto que su esencia es la de posibilitar la alternancia periódica y pacífica en el poder de élites diversas, y el uso de tintes morales para caracterizar al adversario entorpece la admisión de la alternancia. En el caso español, uno de los errores más castizos de nuestra historia predemocrática ha sido el gusto por las políticas de exclusión del adversario, la predilección por políticas que lo condenaban al ostracismo a perpetuidad. Pues bien, el actual empacho de moralismo discursivo puede terminar por favorecer la exclusión como resultado de la lucha final entre el bien y el mal, dos conceptos que nunca debieron levantar cabeza en democracia. Porque la moral es siempre intransigente, mientras que la democracia es amiga del arreglo. La política moralista es embriagadora, la democrática es la gestión de la insatisfacción.

Pero anunciaba un segundo aspecto del moralismo político. Y es que la política (y el Derecho) se liberaron allá por la mitad del siglo pasado de la carga moral conservadora que tradicionalmente se adhería al buen gobierno, y declararon el ámbito público como terreno emancipado de la moral obligatoria. Cada uno podía definir su proyecto de vida buena (su moral) y el gobierno no optaba por ninguno, sino que se limitaba a garantizar la posibilidad de tal opción. No era misión del poder hacer felices a los ciudadanos ni promocionar modelos concretos de buena praxis humana, eso era cuestión para ellos mismos.

Pues bien, este periodo de agnosticismo moral del poder público parece haber caducado. Y esta vez es una sedicente izquierda progresista la que vuelve a la carga con unos contenidos morales obligatorios para la esfera pública, para la política y para el Derecho. Con orígenes muy diversos, lo cierto es que una nueva moral pública se intenta imponer a las personas desde la sociedad y desde el poder. Una moral fragmentaria que no se parece a la antigua pero que tiene también sus dogmas, demonios y blasfemias.

Por ejemplo, la valoración superlativa de lo diverso y la rendición del pensamiento a un multiculturalismo banal; un voluntarismo constructivo sin límite en la definición de la identidad personal, empezando por la sexual; y, contradictoriamente con ello, una petrificación naturalista de las identidades pseudoétnicas. Una descripción del género como estructura social determinante que avalaría prácticas de poder contrarias a la igualdad y la individualidad. La imposición del estereotipo de víctima como paradigma de autocomprensión del ciudadano, una víctima estructural que se define por su experiencia sentida sin mediación reflexiva; la cancelación o borrado social tanto del recuerdo como de la presencia de hechos y personas políticamente incorrectas; la reescritura de pasados obligatorios; el ostracismo para cualquier reflexión independiente que pretenda acercarse a la objetividad so capa de un relativismo cultural que contradice sus propios fundamentos. Algo así como un escepticismo altamente dogmático, si se permite el oxímoron.

Moral muy confusa, pero que la izquierda española ha comprado sin dudar, por mucho que sea ajena a su propia tradición. Y que impone con saña usando incluso los mecanismos del Derecho Público, el Penal incluido. Provocando al hacerlo, era predecible, un rearme no menos moral del conservadurismo más hábil.

Lo decía Kant: no es concebible mayor despotismo que el del gobierno que intenta imponer a los ciudadanos su idea de una vida buena. Porque les trata como a menores. Pues así andamos, infantilizados por una patulea de personas moralmente indignadas y que saben mejor que nosotros los que nos conviene. O así lo proclaman. Probablemente, nunca una democracia se ha visto amenazada como hoy, no tanto por los problemas objetivos que afronta, como precisamente por la conducta de sus dirigentes.