Juan Carlos Girauta-ABC

  • Es evidente que Borrell no tiene los reflejos que le sobran a Guerra. A ciertos efectos son muy diferentes

Guerra los pinta como aplaudidores de cabras y Borrell los trató de canalla de circo romano a pesar de compartir con ellos manifestación. Es esa gente ordinaria, que va a la suya, intolerable para los dos jacobinos instruidos del partido que más se parece a España. Tanto se parece que anticipa sus deseos. Por eso se levantó en armas en el 34 y por eso en el 36, con las prisas de Prieto, su guardia asesinó a un jefe de la oposición y fue a buscar al otro a casa, sin éxito.

La gente que agrada a Guerra y Borrell es ninguna. O bien la que se comporta según el canon de la izquierda clásica, que hoy se reduce a ellos. Son manías de los dos venerables. El uno mandó una eternidad, con mano de hierro y sin cetro; el otro recibió un cetro de imitación para media hora. El uno es el verdadero padre de la Constitución, con Abril Martorell; el otro obtuvo el favor de la militancia, que lo quiso de candidato a la presidencia del gobierno. Fue una forma de desoír a Felipe, partidario de cualquiera que no fuera el catalán. Contrariado, el ganador de Suresnes decidió ofender gratuitamente al leridano y le instó a llevarle la maleta en el aeropuerto, delante de las cámaras. Borrell perdió la ocasión de imponer su autoridad respondiendo en directo: «La maleta me la llevas tú a mí».

Es evidente que Borrell no tiene los reflejos que le sobran a Guerra. A ciertos efectos son muy diferentes. Así, el primero tiene más estudios de los que imaginan sus interlocutores inadvertidos y el segundo menos. El primero protagonizó el más doloroso fiasco parlamentario que se recuerda, al punto de balbucir y quedarse en blanco en un debate o combate con Aznar que él creyó chupado; el otro provocaba sudores fríos en el contrario cada vez que tomaba la palabra. El uno habla idiomas y ostenta un cargo deslumbrante en Europa; el otro es especialista en gramática parda y aún vive de los fugaces destellos de su antiguo resplandor.

Por diferentes razones, a ambos se les ha podido tomar por adversarios de Sánchez. La pereza analítica achaca estas cosas a lo de «la vieja guardia». Que nadie se engañe con el Ministerio que Sánchez le entregó a Borrell. He visto como le escupía un diputado separata que solo recibió el reproche de la oposición. Se diría que sus compañeros de gabinete celebraban el gargajo diferencial.

Vistas las particularidades, llegamos a la similitud básica, la significativa: todos aquellos socialistas de renombre que han venido marcando distancias con el sanchismo se rilan a la hora de la verdad y se ponen del lado de sus siglas. Fíjate en Felipe. Guerra ha denunciado con elocuencia las alianzas vergonzosas del traje vacío de Moncloa, pero no ha podido evitar la ridiculización de los que, careciendo de micrófonos, abuchean a Sánchez si tienen ocasión. Esos cabreros. Será porque la masa socialista nunca abuchea a nadie. Se limita a corear citas de Sartre.