Morir en nuestro nombre

ABC  10/07/17
IGNACIO CAMACHO

· Nadie que lo viviese ha podido olvidarlo. Es uno de esos días de la conciencia que toda nación tiene grabados

LO escogieron casi al azar porque era un blanco fácil, porque no llevaba escolta y seguía cotidianas rutinas laborales. ETA necesitaba resarcirse de la liberación de Ortega Lara con un golpe que le devolviese ante la nación su fama de implacable y para eso servía cualquier objetivo que tuviera a su alcance. El crimen de Miguel Ángel Blanco fue el paradigma de la deshumanización del terror, de su autoritaria frialdad para instrumentalizar el destino de un hombre. La vida de una persona utilizada como elemento de propaganda macabra: la maldad pura capaz de elegir una víctima como simple herramienta para desencadenar reacciones. Ese factor aleatorio es lo que demuestra el carácter colectivo del ataque, la intención de dirigirlo contra toda la comunidad, la socialización del sufrimiento en el siniestro lenguaje de los agresores. Es la evidencia probatoria de que, como todos los asesinados por ETA, Miguel Ángel murió en nuestro nombre.

Por eso no se puede perdonar; porque el terrorismo es un delito de lesa humanidad, un designio criminal extendido a la sociedad entera, una coacción totalitaria contra la libertad y sus valores. Un holocausto moralmente imprescriptible porque más allá de la identidad individual de sus 860 víctimas estaba dirigido contra todos los españoles. Lo aprendimos en aquellas horas dramáticas de las manos blancas, cuando nos agarrábamos, estrechando nuestros cuerpos en las calles y hasta en las playas, a la vaga esperanza de un gesto de compasión de los secuestradores. Quizá lo más triste de esas jornadas en vilo fue que tuvieron que pasar treinta años de atentados para que comprendiéramos que era a nosotros a quienes atacaban: a la convivencia que nos cohesionaba, al Estado que nos protegía, a la democracia que amparaba nuestras convicciones. Que no nos hubiésemos dado cuenta hasta entonces.

Nadie que lo viviese lo ha olvidado. Forma parte de nuestra depósito sentimental de momentos amargos: es imposible no recordar dónde estaba cada cual aquel sábado. Y es importante no olvidarlo. Es una fecha de la conciencia, uno de esos días fundacionales que toda nación tiene grabados. No sólo el día en que mataron a Miguel Ángel Blanco sino el instante en que España percibió hasta qué punto era un país amenazado. Tal vez en la distancia del tiempo hayamos sobrevalorado nuestra reacción: hubo 76 muertos más antes de que el terrorismo cesara, y aún hoy quedan por cerrar muchos flecos de justicia penal y política para darlo por definitivamente amortizado. Sobre todo, queda por asentar la estricta verdad moral del relato, la de la victoria de la dignidad sobre el relativismo del pacto. Incluso la memoria de aquellos tres malditos días de julio parece estorbar todavía a algunos que se resisten a conmemorarlos; cómo va a haber perdón para quienes ni siquiera han tenido la decencia de arrepentirse del dolor causado.