IÑAKI EZKERRA-EL CORREO

  • El covid ha puesto en cuestión los saludos en forma de besos en la mejilla

Es uno de los efectos de la pandemia: la abolición o al menos el cuestionamiento de ese par de besos que los hombres dábamos a las mujeres cuando nos las presentaban o éramos presentados a ellas, o cuando simplemente saludábamos a las que ya conocíamos. Voy a una cena en la que una amiga, X, sostiene que la sustitución del besuqueo por el apretón de manos es «un paso hacia la igualdad de los géneros y el empoderamiento femenino». Según ella, es improcedente, además de insana, esa exteriorización del afecto extendida al mundo de las oficinas y los negocios. Es en ese momento cuando interviene otra asistente a la cena, Z, para rebatirle a X su tesis en el aspecto sanitario: «Yo prefiero que los hombres me den dos besos a que me den esas manos que nunca se sabe qué han estado tocando y que luego van al pan. Cuando veo la cantidad de tíos que salen de los váteres de los bares abrochándose la bragueta, doy por hecho que no se han lavado las manos».

X pone cara de terror porque no había pensado nunca en esa inquietante posibilidad. Su gran paso hacia la igualdad de los hombres y mujeres se acaba de ir al traste en unos segundos y de pronto ve su gozo en un pozo. «Dar la mano a un tipo que sale de los lavabos abrochándose el pantalón -remata Z con saña- no es un hito histórico en la caída del heteropatriarcado, sino un gesto más de sumisión de nuestro sexo al machismo más guarro, clásico y adánico». En ese instante intervengo yo para puntualizar que los varones limpios y civilizados, como es mi caso, también somos víctimas de los marranos de los que habla Z, y que en realidad sería más higiénico que los hombres nos besáramos al saludarnos adoptando esa tradición rusa de la que daban fe en las televisiones los mandatarios soviéticos que políticamente se estaban apuñalando. La verdad es que, según lo digo, reparo en que el beso entre hombres, fuera del ámbito de la familia o de los amigos del alma, tiene en nuestra cultura un aire siniestro: el beso de Judas, el de los mafiosos, el que le dan a Al Pacino en la mano sus esbirros al final de la segunda parte de ‘El Padrino’…

Mientras en nuestra cena X y su manual-feminismo han quedado noqueados por los argumentos de Z, ésta aprovecha para volver al ataque y matizar que el beso en la vida social y en la laboral se limitaba antes de la pandemia a un mero roce de mejillas y ahora, con la pandemia, a un roce de mascarillas. Alguien suelta entonces el tópico de que «la mascarilla ha venido para quedarse». Y uno piensa que resultaría más sencillo y eficaz, aunque menos teatral y vistoso, que sea el gel hidroalcohólico lo que haya venido para quedarse. O una campaña sanitaria a favor del jabón de toda la vida.