Este primer día de curso se abre con un desbarajuste babélico en el instituto. Ciudadanía y democracia parecen objetos borrosos, remotos en medio de este campamento de refugiados. Aun así, mi interrogación despierta un chispazo en la mirada de uno de ellos: «Sí, me he enterado de que Rajoy no quiere esta asignatura porque va en contra de la Iglesia»…
El fragor de la tormenta en torno a los contenidos de Educación para la Ciudadanía no ha alcanzado Calañas, el pueblecito del Andévalo minero en el que, entre colinas oxidadas y bosques de eucaliptos que se incendian cada verano, llevo ya casi dos lustros de labor docente. De hecho, recién entrado en clase abro fuego preguntando a los alumnos por la polémica desatada en los medios y la opinión que les merece y ellos ponen cara de oírme hablar en esperanto, por poner un idioma que les suene a lluvia o rumor de olas. No los culpo: este primer día de curso se abre con un desbarajuste babélico en el instituto, las obras que pretenden remendar la instalación eléctrica y adecentar patio y biblioteca no han concluido y mantienen las aulas convertidas en depósitos de escombros, entre los que los adolescentes deben buscar espacio para aposentar sus pupitres; para colmo faltan tres profesores que la administración no ha asignado y el horario lectivo ha sufrido ya varias tachaduras, correcciones y remiendos en lo que llevamos de mañana: ciudadanía y democracia parecen objetos borrosos, remotos en medio de este campamento de refugiados. Aun así, mi interrogación despierta un chispazo en la mirada de uno de ellos: sí, dice Álvaro, me he enterado de que Rajoy no quiere esta asignatura porque va en contra de la Iglesia. Intento tirar del hilo, que aunque débil y desflecado es lo mejor que se me ofrece, y repito la pregunta. Eso es, Rajoy, la Iglesia, la objeción de conciencia, ¿no habéis visto las noticias? Nuevas miradas de hito en hito, como si solicitase un voluntario para un salto en paracaídas. Por fin una voz aporta la revelación que un coro secunda con eco inmediato de asentimientos y risas: maestro, nosotros no vemos las noticias (aquí nos llaman maestros, como en los evangelios y las plazas de toros). Es el momento en que el subdirector entra para sorprenderse de que el aula no cuente con encerado y de que las escasas sillas que ocupan los alumnos tengan que compartir metros cuadrados con viejas mesas llenas de mataduras y postillas de caliche. En voz baja, me informa de que va a traer unos destornilladores y una llave inglesa para que, ayudado de los chavales, desmonte los cadáveres de muebles que estorban y los llevemos a otra parte donde no importunen la práctica docente.
Pero antes de iniciar las labores de bricolaje hago un amago de volver a la carga. La asignatura, explico, tiene por cometido ilustrarles sobre los principios democráticos en que se asienta la vida en común y enseñarles a coexistir con quienes se diferencian de nosotros en hábitos, convicciones, objetivos. ¿Saben ellos lo que es la democracia? La mudez subsiguiente y el examen de soslayo de carpetas o moscas que vuelan por los rincones me hacen sospechar que he intentado, erróneamente, empezar la casa por el tejado. Recurro al gancho a la mandíbula: ¿son los homosexuales personas igual que el resto? ¿Deben poder casarse y adoptar niños? La gran mayoría opta por el veto, por el hombre, eso cómo va a ser, salvo un par de chicas que defienden que cada cual haga lo que le apetezca siempre que a ellas no las molesten. Manuel Jesús, que se esconde debajo de cráteres de acné y una cresta esculpida con gomina, avanza que eso es antinatural y que sufre retortijones sólo de imaginarse a dos hombres besándose, él es macho. Replico preguntándole si le parecen naturales los antibióticos, las avionetas y las centrales nucleares, instante en el que el subdirector regresa con los destornilladores prometidos: los chavales, sólo los varones, se arrojan a destrabar paneles y desmontar patas rotas con la alegría de invitados a un bautizo que por fin descubren el catering, liberados de la perorata reglamentaria del párroco. Las chicas no se mueven de sus asientos; animo a una de ellas a sumarse al festín de leña y piezas sueltas y se niega con pose de damisela ultrajada. Como digno heredero de Sócrates, insisto en preguntarlo todo: ¿por qué? Ella: eso es cosa de hombres, destornilladores, enchufes, el coche, etcétera. Yo: ¿y de las mujeres? ¿No es cosa de las mujeres? Ella (gesto de explicarme una fórmula cuántica): no, maestro, las mujeres nos dedicamos a la cocina, la costura, los niños, otro etcétera. La clase, por así llamarla, concluye con el traslado de los muebles descuartizados a su exilio en algún albañal o sótano. Casi estoy a punto de pedir a alguno de los porteadores que se lleven con ellos mis ánimos para seguir argumentando, o lo que queda de ellos. Antes de marcharse, el subdirector me confiesa con voz de revelar un secreto: hay mucho trabajo por delante. Que me lo diga a mí.
Luis Manuel Ruiz es profesor de Filosofía. Este curso tiene asignada la asignatura Educación para la Ciudadanía, en 3º de ESO del Instituto Diego Macías de Calañas (Huelva). Es también escritor. Con su primera novela, El criterio de las moscas (1988) ganó el Premio Novela Corta de la Universidad de Sevilla. Con la segunda, Solo una cosa no hay (2000), recibió en la Feria de Frankfurt el Premio Internacional de Novela. También ha publicado, siempre en Alfaguara, Obertura Francesa (2002), La habitación de cristal (2004) y El ojo del halcón (2007).
Luis Manuel Ruiz, EL PAÍS, 25/9/2007