GAIZKA FERNÁNDEZ SOLDEVILLA-EL CORREO

  • 60 años del atentado que causó la segunda víctima del terrorismo en España

Manuel Eleuterio Liáñez Benítez nació en Huelva en abril de 1891. En 1934, ya en Madrid, conoció a Fausto Catalán que, como él, militaría en la CNT. En la Guerra Civil Liáñez era responsable de un parque de intendencia de dicho sindicato libertario. En esa época salvó la vida a un desconocido del que le separaba un abismo ideológico. Se trataba de Gregorio Ortiz, el dueño de un cine en Villaverde Alto, afiliado a la CEDA. Los milicianos lo tenían retenido en la checa de Fomento. Temiendo por su suerte, Catalán y el chófer de Ortiz rogaron a Liáñez que intercediese por el prisionero. Según Catalán, su amigo «inmediatamente se puso a su disposición y les acompañó a Fomento consiguiendo que a don Gregorio Ortiz, que iban a asesinarlo aquella madrugada, lo trasladaran a la Dirección General de Seguridad».

Tras pasar por las cárceles Modelo y Ventas, gracias a nuevas gestiones de Liáñez, Gregorio Ortiz fue puesto en libertad. Meses después, el anarcosindicalista y el derechista se conocieron. Tras la Guerra Civil se volvieron a ver dos veces más e incluso se citaron para una tercera, pero Liáñez no apareció.

No tenemos más noticias de él hasta que en 1959 fue arrestado cuando hurtaba aprovechándose del descuido ajeno. Condenado a una breve estancia en prisión, pronto salió en libertad vigilada. En aquella época la penuria había disparado el índice de delitos contra la propiedad en España. Solo en 1959 se incoaron 52.697 sumarios por este motivo.

El rastro de Liáñez reaparece en 1962. Se trataba de un anciano de 71 años. Soltero, solitario, sin allegados, frecuentaba algunas tabernas, en las que tomaba cazalla o vino. La dueña de su pensión informó de que «decía dedicarse a la representación de licores». Era «de carácter muy amable y educado» y «hacía una vida moderada sin que en ningún momento notara nada anormal». Jamás le había oído «hablar de política, sino todo lo contrario, que hacía manifestaciones de ser muy católico». Cobraba un subsidio de vejez de 400 pesetas mensuales. La habitación que compartía con un camarero, sin derecho a comida, le costaba 300. Para subsistir le quedaban 100. Era imposible. En el borrador de una carta, Liáñez había dejado constancia de su mayor anhelo: «Si tan solo, para sobrellevar mis pocos años de vida, tuviera asegurado un trozo de pan y una cama en cualquiera de los asilos de Madrid, muy principalmente y si fuera posible en la Gran Residencia de Ancianos».

Liáñez se vio obligado a acudir a comedores de caridad. También realizaba recados para una señora y su sobrino, que vivían en la calle de Sagasta. Cada miércoles sobre las 13:00 horas iba a casa del joven para recoger dinero con el que comprarle entradas para conciertos. Le gratificaba con 30 pesetas. El chico consideraba a Liáñez «una buena persona, honrada y psicológicamente un tanto despistado». Su comportamiento era «correctísimo y educado, aunque un tanto charlatán».

El 13 de junio de 1962 Liáñez salió de su pensión a las 9:15. Desde allí a la calle de Sagasta hay unos 35 minutos andando. Podría haber llegado sobre las 9:50. Ignoramos qué hizo después. A las 11:00 se registró una violenta detonación en el andén central de la vía, frente a la delegación del Instituto Nacional de Previsión. Había una persona muerta y dos heridas leves. Un médico forense examinó el cadáver. Había sufrido la amputación traumática de las dos manos, así como quemaduras y heridas penetrantes en el tronco y la cabeza. Se trataba de Manuel Liáñez.

La primera hipótesis fue que a un terrorista le había estallado su propia bomba. Se descartó pronto. El juez instructor concluyó que la víctima «(sin) duda alguna vio el artefacto colocado en una cartera y sin saber de lo que se trataba, como pobre mendigante, se apoderó de ella y al querer manipular en la cartera, para ver qué llevaba, sobrevino la explosión que le causó la muerte». Es una explicación plausible, con dos matices. Uno, la cartera no fue el objeto robado, ya que era suya. Dos, tal vez el hurto había llevado a Liáñez al fin de sus días, pero antes la miseria le había empujado al hurto.

La Policía nunca detuvo a los autores materiales del atentado. No sabemos sus nombres, pero sí a qué grupo pertenecían: Defensa Interior (DI). Creada en 1962 por la FAI, la CNT y Juventudes Libertarias, esta organización empleó las bombas para intentar acabar con la dictadura. Lejos de lograrlo, en 1963 dos de sus miembros fueron ejecutados y en 1965 se disolvió. El único ‘éxito’ de la anarquista DI había sido asesinar por error a un antiguo anarcosindicalista.

Sesenta años después de su muerte, ya es hora de que recordemos a Manuel Liáñez, la segunda víctima del terrorismo después de Begoña Urroz.