Hoy hace exactamente tres meses publiqué una columna sobre la ley de Eutanasia, que ayer se aprobaba en el Congreso de los Diputados ante la inexplicable alegría de los ‘aprobantes’. No se sabe a qué venía tanto aplauso, tanta algazara. No podría explicarlo hoy con palabras más certeras que las empleadas entonces.
Apenas llegada a La Moncloa la primera de nuestras dos grandes desgracias públicas, José Luis Rodríguez Zapatero, anunció tres prioridades: la sustitución de la ley del aborto de los tres supuestos por una ley de plazos; la eutanasia, a la que finalmente no se atrevió y lo que luego sería la Ley de Memoria Histórica. Una amiga mía dijo durante una cena: “¿Os habéis fijado en que en las preferencias de estos tíos hay latente una pulsión de muerte?”
Nadie discutiría el derecho de nadie a recuperar los restos de un antepasado para darle honrosa sepultura ni a que el Gobierno lo ayudase en la tarea. Nadie discutiría tampoco que el aborto sea despenalizado, ni a que se despenalicen casos como el de Ángel Hernández, pero estamos hablando de otra cosa. Lo que se aprobó ayer en el Congreso fue la eutanasia como derecho, lo mismo que el aborto que Irene Ceaucescu se está trabajando para volver a introducir el derecho de las adolescentes a abortar sin decírselo a mamá.
El problema es que todo derecho para alguien supone un deber para un tercero y no puede imponerse el deber de practicar un aborto o la eutanasia a ningún médico que considere ambos hechos incompatibles con sus creencias. Eso lo tenían claro hasta los comunistas, lo cantaban los dos últimos versos de ‘La Internacional’: “No más deberes sin derechos,/ ningún derecho sin deber”. Al menos sobre el papel.
La mayoría que aprobó la ley se aplaudía con entusiasmo, como si hubieran convertido la eutanasia, no ya en un derecho, sino en un sacramento. Los entusiastas nunca consideran puntos intermedios en casos como los que comentamos y optan por posiciones radicales: considerar el aborto como un método anticonceptivo y la eutanasia como un. puente por encima de los cuidados paliativos, que salen más caros.
La eutanasia, muerte buena o muerte dulce, es un oxímoron y sus partidarios consideran que la vida del candidato es una calamidad que no merece tal nombre, pero al mismo tiempo lo considera un sujeto perfectamente apto para la toma de una decisión tan drástica. La muerte dulce es un lance del mus que sus partidarios confunden con un órdago, en medio de la pandemia y con un parlamento demediado y alarmado.
Qué necesidad, por otra parte. Hace cuatro años, la que fue dirigente de Podemos, Carolina Bescansa, decía que “si se prohibiese votar a los mayores de 45 años, Iglesias sería hace tiempo presidente del Gobierno”. “Lo de los abuelos (el voto) nos desespera”, reconocía Pablo Iglesias a Enric Juliana. Esto lleva camino de arreglarse por vía de la negligencia que pone el vicepresidente segundo en el cuidado de las residencias a él encomendadas. Ni una visita en todos estos meses. Añadir más muertos a los 70.000 es una redundancia, un exceso abrumador.
Con todas las garantías, dicen los partidarios. ¿Garantías de los Rufianes, Bildus y cualquiera de los infradotados de Sánchez? Ni siquiera han hecho caso alguno de la posición contraria del Comité de Bioética, que es un organismo del Gobierno, ni de las reservas de la ONU con respecto a los discapacitados, ni la invocación de los Colegios de Médicos a su código deontológico. Y de las confesiones religiosas ni hablamos, claro.
De entre todos los entusiasmos, el que me resulta más difícil de comprender es el de Inés Arrimadas. Bueno, admite una explicación más sencilla, pero intelectualmente más ofensiva para ella. Debería repasar la intervención de su compañero, Francisco Igea, en el Congreso, hace tres años: la dignidad no está en morir, sino en cómo vivir. Inés, que se confesó emocionada ayer, debió sustituir emoción por razón, la distancia del PP que tanto busca por cercanía a la verdad y preguntar a Paco Igea, que sí sabe del tema.