Munilla utilizó la expresión «proceso de paz» e incurrió en una desviación típica del nacionalismo: mezclar el ámbito publico de la paz social con el privado de la guerra interna que puedan vivir en sus respectivas almas la víctima y el verdugo. Ha costado mucho avanzar en el discurso de las libertades para que venga un obispo a deshacer lo hecho.
Llegó a la diócesis donostiarra con la aureola del rechazo nacionalista y, aunque ese hecho resultaba positivo -por no decir imprescindible- para una misión como la suya-, uno prefirió guardar silencio por prudencia de gato escaldado. Escaldado por el ejemplo de Blázquez, que, después de aterrizar en Bilbao con una oposición semejante, acabó arrancando, a su marcha, las lágrimas de las emakumes de los batzokis. De «el tal Blázquez» pasó a «nuestro Blázquez», mérito dudoso viniendo de quienes no tenían el menor propósito de enmienda en sus filias y sus fobias. ¿Representa Munilla un caso, un ‘proceso’ similar? Hay indicios que apuntan en esa dirección, como las declaraciones que hizo el 9 de octubre en las que se ofrecía a hacer de «mediador entre ETA y el Gobierno en un hipotético proceso de paz». O como su homilía del día de San Sebastián.
No. No es verdad -como dijo el prelado en el marco de la Tamborrada- que «la espiral de la violencia sólo se frena con el milagro del perdón y la misericordia del Corazón de Cristo». Se frena con la efectividad del Estado de Derecho, con cultura democrática y con la Poli de Rubalcaba. No es verdad -como también sostuvo- que «sin el verdadero arrepentimiento es prácticamente imposible alcanzar la paz en el País Vasco». Con el debido respeto, hay que decirle al señor obispo que «sin el arrepentimiento no sólo es posible alcanzar la paz sino que la hemos alcanzado». Desde hace 33 años, los españoles vivimos en la paz democrática de la Constitución que sucedió a la paz militar de Franco. A ese Estado constitucional y aconfesional surgido en 1978 le compete la persecución del delito; no del pecado, que es cosa de Dios y de Munilla. Al César lo que es del César, no ese arrepentimiento del asesino que pertenece al ámbito de su conciencia y sin el que nuestra democracia puede vivir perfectamente.
En su homilía festiva, Munilla volvía a hacer suya la expresión «proceso de paz» e incurría en una desviación típica del nacionalismo: la de mezclar el ámbito publico de la paz social con el privado de la guerra interna que puedan vivir en sus respectivas almas la víctima y el verdugo; la primera al ejercer o no un perdón que no debe tener traducción penal (como pretenden los nacionalistas); el segundo (el etarra) al mostrar o no un arrepentimiento que es deseable para un pastor de la Iglesia pero del que, por suerte, no dependen la armonía civil ni el orden democrático. Ha costado mucho en Euskadi avanzar en el discurso de las libertades, marcar unos hitos en el desarrollo cívico y teórico de ese discurso para que, en un momento histórico en el que debe ser apuntalado, venga una vez más un obispo a deshacer lo hecho. Y resulta paradójico que quienes acusan al Gobierno de Patxi López de «blando con ETA» guarden ahora silencio ante este ‘proceso’ de Munilla, desconcertante y extemporáneo.
Iñaki Ezkerra, EL CORREO, 24/1/2011