José Luis Alvite, LA RAZÓN, 24/5/12
Con independencia de que, según algunos, el nacionalismo pueda ser incluso una enfermedad mental, suele ocurrir que ciertos personajes públicos lo pregonan como un objetivo por el que luchan con un entusiasmo un punto por debajo del paroxismo, con un fervor precavido, como si en realidad temiesen conseguir aquello a lo que aspiran. Muy hábil para administrar sus expectativas, el ser humano se procura a veces objetivos que en el fondo no desea alcanzar, no porque sea idiota, sino porque, como sucede en el atletismo, el final de la carrera extingue el entusiasmo que se puso en ella. El nacionalismo no es una ideología, sino la tentación que algunos hombres sienten para exhibirlo como una lucha redentora detrás de la que se esconde con frecuencia ese puntito de vanidad que sienten algunos individuos al imaginarse consagrados en su tierra como figuras de culto histórico, con su efigie acuñada en las monedas y el perfil consagrado en las emisiones filatélicas. Temen que se haga realidad su aspiración nacionalista porque su gancho popular no radica en firmar el final de la guerra, sino en ser protagonistas de una batalla que confían en que no sea nunca la última. Algo parecido ocurrió con la represión ideológica y cultural durante el franquismo, cuando suponíamos que con el advenimiento de la democracia incluso los perros tendrían brillantes cosas que decir. Entonces sobrevino la libertad, y con ella, un tiempo mediocre en el que naufragaron quienes proclamaban la luminosidad prohibida de su inteligencia, sin duda temerosos de que la libertad que decían desear, dejase al descubierto lo inteligentes que parecían cuando tenían la inmensa suerte de no poder demostrarlo.
José Luis Alvite, LA RAZÓN, 24/5/12