ABC 19/12/13
JOSÉ MARÍA CARRASCAL
«Me atrevería incluso a decir que cada español, como ciudadano, es singular. Pero no superior a los demás. Y empeñarse en querer derechos a la carta es tan anacrónico como reclamar prebendas por pertenecer a una raza, a una religión, a una cultura o a un territorio. Nacionalismo tornado imperialismo, en suma»
Que el nacionalismo y la democracia comparten vida y principios, alegrías y tristezas, éxitos y fracasos no puede negarlo nadie que tenga un mediano conocimiento de la historia. Tanto es así que la nación y la democracia modernas nacen juntas con la Revolución Francesa, la Declaración de los Derechos del Hombre y el traslado de la soberanía de la Corona y la Nobleza a la voluntad popular, es decir, con el paso del Viejo Régimen al Nuevo. Aquel soldado francés que Goethe vio morir en las inmediaciones de Valmy envuelto en la bandera tricolor gritando «¡Vive la Nation!» abre una nueva era con las naciones como protagonistas, la soberanía popular como poder supremo y la democracia como norma.
Han pasado más de dos siglos y la democracia ya no es la forma perfecta de gobierno que se creía, pero sigue siendo la menos mala de todas las posibles, mientras que el nacionalismo ha sufrido un deterioro tan considerable que ha llegado a considerársele una palabra blasfema en algunos momentos y lugares, tras haberse convertido en el mayor enemigo de la propia nación que lo había llevado al límite. Alemania es el mejor ejemplo. Por dos veces ha estado a punto de llevarla a su propia extinción.
La causa es la naturaleza misma del nacionalismo. No estamos ante una doctrina política ni ante una teoría de Estado, ni siquiera ante una forma de gobierno. Estamos ante un sentimiento, ante una pasión, ante un impulso que parte de lo más recóndito de la persona. Algo mucho más difícil de domeñar en el plano individual y prácticamente imposible en el plano colectivo, como en este caso, al convertir al individuo en depositario de toda una nación, que será, naturalmente, la más hermosa, digna, honrada y benéfica de todas las de la Tierra. Un auténtico tigre, con todos los peligros para los demás y para uno mismo. Porque al nacionalismo no le basta convertir la nación en Estado, y el Estado en democracia. Quiere más, como ocurre con todas las pasiones. Quiere expandirse, quiere llevar su mensaje, su fiebre, su entusiasmo fuera de sus fronteras, les guste o no a los vecinos. En una palabra: el nacionalismo deviene, casi irremediablemente, en imperialismo. Con los inevitables conflictos armados que trae este. Prácticamente, todas las guerras ocurridas en los siglos XIX y XX fueron causadas por el nacionalismo.
Al terminar la II Guerra Mundial creímos, en medio de la devastación reinante, millones de muertos y crímenes execrables, que al menos se había acabado una de las mayores lacras de nuestra era: el nacionalismo expansivo, causante de la contienda, como de tantas anteriores. «No más. Hemos aprendido la lección», nos decíamos. «Lo que tenemos que hacer es unir Europa. Es la única forma de acabar con el nacionalismo y con nuestras guerras». Es en lo que estamos desde entonces y, aunque no hemos podido evitar contiendas en los Balcanes, estas no han hecho más que acentuar el interés por la unidad continental, mientras las grandes contendientes de los anteriores conflictos, Francia y Alemania, se han jurado paz eterna. Toda una garantía de que no habrá más guerras europeas.
Pero nos olvidamos de los nacionalismos frustrados, nonatos, de los nacionalismos que no habían conseguido cuajar en Estado. Los más peligrosos por lo que tienen de resentimiento, de rencor, de fracaso. Un nacionalismo que acentúa los peores rasgos del mismo, que se mueve entre el amor y el odio, entre la prepotencia y el victimismo, entre el complejo de superioridad y el de inferioridad. Faltándole esa moderación, equilibrio, término medio, que necesita todo proyecto nacional para alcanzar el listón que Bismarck puso a la verdadera política: «el arte de lo posible».
Cataluña, que venía siendo la parte de España más avanzada, más europea, mejor organizada, se halla hoy presa de fiebre nacionalista. Ninguna muestra mejor que el simposio que acaba de celebrarse en Barcelona, con nombre de clarín de combate, «España contra Cataluña», apodado como «300 años de conflicto».
¿Conflicto? ¿Entre España y Cataluña? ¿300 años? Ahí se quedaron cortos. España está en conflicto consigo misma desde que se convirtió en abanderada de la Contrarreforma y empezó a considerar enemigos a los españoles reformistas, llevándolos incluso a la hoguera. Entonces, no en la Guerra de Sucesión, nacieron las dos Españas, que vienen peleándose hasta el día de hoy, para que ahora nos salgan los nacionalistas catalanes con su conflicto particular, cuando en el verdadero, en el eterno conflicto, ha habido catalanes en ambos bandos. Para ello tienen, naturalmente, que reinventar la historia, reescribirla, recauchutarla. Y así les está saliendo.
Más que ante un desafío histórico, estamos ante un desafío antihistórico, no por las manipulaciones que hace de la historia, sino por ir contra la larga marcha hacia la homogeneización de la Humanidad que, según Hegel, mueve la historia. Lo que pretende el tardo-nacionalismo catalán es volver a la Edad Media, cuando los distintos reinos españoles guerreaban entre sí. Pero incluso en eso se equivoca: ni siquiera entonces Cataluña era un reino. Formaba parte del Reino de Aragón, y si algún un catalán ciñó la corona fue por haberse casado con una reina aragonesa. Aunque, más que nada, se equivoca en el tiempo: Europa busca hoy unirse, no dividirse. Y si no respetar la realidad convierte la política en ficción, no respetar el tiempo en que se vive la convierte en farsa.
¿Por qué lo hacen, entonces? Después de haberles visto gobernar durante treinta años, el objetivo no puede ser más claro: convertir España en enemiga y buscar el monopolio del poder en Cataluña. Hoy les molesta el Estado español. Mañana les molestará el europeo. El nacionalismo identitario es lo más contrario que puede haber al nacionalismo planetario, el único admitido.
El momento es crítico, pero crítico especialmente para Cataluña. Tan crítico como el del enfermo aquejado de una enfermedad mortal que se niega a admitirla y se engaña a sí mismo con falsos diagnósticos y remedios imposibles. Nadie niega a Cataluña su singularidad. Pero singularidad, hoy, no significa privilegios; primero, porque los privilegios pertenecen al viejo régimen, no al actual, y segundo, porque singulares son todas las comunidades españolas. Me atrevería incluso a decir que cada español, como ciudadano, es singular. Pero no superior a los demás. Y empeñarse en querer derechos a la carta es tan anacrónico como reclamar prebendas por pertenecer a una raza, a una religión, a una cultura o a un territorio. Nacionalismo tornado imperialismo, en suma.
Nuestro problema es: ¿cómo convencer a los catalanes de que esa época ya ha pasado, después de habérselo admitido durante tanto tiempo y de que sus líderes les hayan lavado el cerebro con ello?