Pedro Lecanda-El Español
  • La argumentación de quienes hablan de una continuidad directa entre el carlismo decimonónico y el independentismo actual bebe de una simplificación tergiversadora.

Si España ya no es un país particular en lo concerniente a su propia construcción nacional, y si esa construcción no es problemática desde el punto de vista de un Estado liberal moderno, ¿en qué otra nación de nuestro entorno la formación de Gobierno (y su estabilidad) depende hasta tal punto del apoyo de un maremágnum de partidos nacionalistas, desde el Bildu de Otegi hasta el Junts de Puigdemont?

¿Cómo explicar la inagotable discusión sobre la parcialidad de sus símbolos políticos, como la polémica en torno a la bandera o el himno nacional sin letra? ¿Y la alineación asimismo excepcional de la derecha con un centralismo que parece que no ha terminado nunca de cuajar satisfactoriamente? ¿Y la preferencia de la izquierda hacia distintas formas de Estado compuesto, federal, confederal o en todo caso descentralizado, que las derechas ven como una amenaza para el futuro de la unidad patria? ¿Y cómo es posible que ocurra todo esto al tiempo que somos cada vez más europeos y liberales, más abiertos y homologados?

La situación parece enredarnos en el antipático «Spain is different«. En las imágenes de un fatalismo y particularismo hispano, casi siempre abrazado a maniqueísmos y retratos cainitas, que prestigiosos historiadores como John Elliott nos animan a dejar atrás, puesto que el tópico ignoraría que todos los países son iguales en creer que son distintos.

Contra esta conciencia pesimista ha escrito también María Elvira Roca Barea. La más exitosa autora de entre los que, en los últimos años, han dedicado sus esfuerzos a la crítica de la leyenda negra. Un fenómeno editorial que, por otra parte, subraya el interés que sigue suscitando entre nosotros la singularidad hispana.

[Elvira Roca Barea: «Me da igual cuál es el origen de España»]

Critica la autora lo que ha dado en llamar «fracasología», especialmente difundida entre las élites intelectuales españolas. Recuerden si no la célebre intervención del ilustrado Arturo Pérez-Reverte en que, haciendo gala de un patriotismo paradójico, afirmaba que España se equivocó de Dios en el Concilio de Trento. Amar la España que pudo ser en detrimento de la que fue. O la España legal pero no la real o la histórica, empleando aquí la distinción típicamente francesa entre «país legal» y «país real». Una expresiva muestra de las dificultades que ofrece a la mirada afrancesada nuestra historia nacional.

Parecería, en todo caso, que el triunfo del liberalismo y la integración europea nos permitirían invertir toda la energía que antes empleamos en escudriñar los arcanos del alma hispana en la solución de los problemas de nuestro presente (estos, ya sí, técnicos, acotados, europeos). Bastaría con librarse de la rémora negrolegendaria. Y, si bien hay mucho de veraz en el consejo de no exagerar la problematicidad, de no ensimismarse, conviene también reconocer los factores históricos que hacen que ese supuesto mito goce aún de tanta difusión.

«Algunos proponen desempolvar el gorro frigio jacobino contra las boinas rojas neocarlistas que afirman ver en los nacionalistas periféricos»

En primer lugar, la circunstancia de que España se constituyese tempranamente como Imperio. Se trata de la enorme dificultad que entraña el paso de una Monarquía Católica o Hispánica a la Razón de Estado, que supone centralismo estatal e individuos-ciudadanos conforme a un canon revolucionario que no cuajó aquí.

En segundo lugar, la sensación de fracaso en su industrialización y modernización, inconclusas hasta entrado el siglo XX. Esto nos habla de la relativamente escasa y tardía industrialización, lo que tiende a generar una burguesía débil, poco afanada en la construcción nacional o nacionalista.

Motivos tanto remotos como próximos entre los que media un siglo XIX justificadamente percibido como desastroso, y al que estamos abocados a recurrir constantemente en el curso de estos debates. Y es que la cuestión nos aboca a debates decimonónicos, querámoslo o no. Tal es el peso de la historia sobre la voluntad.

Hoy, un nutrido grupo de escritores y tribunos, liberales progresistas y socialdemócratas, proponen devolver a la izquierda al lugar del centralismo y la lucha contra el privilegio territorial, desempolvando el gorro frigio jacobino contra las boinas rojas neocarlistas que afirman ver en los nacionalistas periféricos.

Pero, curiosamente, lo hacen en un país en que el «jacobinismo socialista» daba nombre a la facción radical del Partido Republicano Federal durante la Primera República. Esto es, al ala más anarquizante y vanguardia de la rebelión cantonalista, cuyo caos territorial antecede a la Restauración Borbónica (1874-1931), en la que descuella la figura del liberal moderado o conservador Antonio Cánovas del Castillo.

Una época, por lo demás, de centralización política, en que termina la tercera y última guerra carlista en 1876. Y en que el tradicionalismo se fracciona en 1888 con la fundación del Partido Integrista, por el que se decantará Sabino Arana antes de fundar el PNV.

«Si la tradición del liberalismo democrático del siglo XIX exige reparación, posiblemente sea porque no tuvo la fuerza que desearían sus hijos putativos»

En la pérdida de pujanza del carlismo, pero sobre todo en el resentimiento de algunas facciones tanto del tradicionalismo como del republicanismo federal (marcadamente en el caso catalán), es donde habría que acudir, según Jon Juaristi, para encontrar el origen de los nacionalismos periféricos modernos. A lo que se añaden, claro está, numerosos otros factores, entre los que no son despreciables los influjos ideológicos románticos.

En esta comprimida síntesis, y no en ideas esenciales y abstraídas de contexto, podemos tal vez captar la raíz también de la asociación entre derecha, centralismo y monarquía liberal. Y, por contra, izquierda, república y descentralización.

E incluso entender por qué la reciente decisión de la secretaría de Estado de Memoria Democrática de designar como «lugares de memoria» a una serie de monumentos e inmuebles emblemáticos del liberalismo decimonónico español se ciñe, fundamentalmente, a los relacionados con figuras de lo que denominan «liberalismo democrático» (esto es, progresista, exaltado o revolucionario), tales como RiegoMariana Pineda o Torrijos, como ya hiciera la Segunda República.

Se trataría de una reconstrucción del decurso histórico moderno que les situaría a ellos como demócratas, distintos de los menos democráticos conservadores. Una tradición política que, si exige reparación, muy posiblemente sea porque no tuvo la fuerza que desearían sus hijos putativos.

[Opinión: ¡Cuánta falta hace en España una izquierda jacobina!]

Sin embargo, rara vez se apela a estos hechos, ni al republicanismo o al anarquismo, para explicar la génesis de nuestros nacionalismos. Obviando, quizá, que es señero de las particularidades del caso español (de la difícil y nunca del todo tramada adaptación al carácter estatal) haber contado con el movimiento legitimista más fuerte de Europa. Algo que claramente muestra que la Primera Guerra Carlista (iniciada, por cierto, en Talavera de la Reina) haya sido la más cruenta de nuestra Historia.

Pero no es menos revelador de esta misma dificultad que España haya sido la cuna de uno de los movimientos anarquistas más potentes del mundo, ambos negadores por esencia del Estado liberal soberano.

El motivo por el que se acude a la inculpación exclusiva del carlismo, posiblemente, sea que cumplen mejor la función reconstructiva que pretenden quienes los rescatan como supuestos antecesores directos de nuestros independentistas. Les permite hacerlos depositarios de la caricatura de personajes obtusos, incultos y bestiales, vestigios que la razón que ellos encarnan debía apartar tarde o temprano.

«Hay más proximidad entre un militante independentista de hoy y un centralista liberal que entre cualquiera de los dos y un carlista decimonónico»

Pero a este propósito, se obvia también que nunca fue el fuero la principal razón de ser del carlismo, sino la confrontación entre la España tradicional y la liberal. Ni fueron sólo carlistas los defensores del foralismo, ni se podían comprender éstos sino como parte de una unidad patria superior.

En su momento de mayor apogeo (en la primera guerra), este movimiento fue de enorme relevancia en territorios en los que el régimen foral ya se había perdido. Incluso en el caso de Navarra, donde se mantuvieron, dando fuerza y autonomía a las tropas carlistas, los fueros eran más parte del paisaje asumido que una vindicación relevante, como señala también el hecho de que el lema carlista original fuese el de «Dios, Patria y Rey», añadiéndose el «fueros» posteriormente.

La argumentación a la que se aferran los defensores de la continuidad directa entre carlismo y nacionalismo (cosa distinta sería, claro, afirmar continuidades sociológicas) es poco más que una simplificación tergiversadora. Una posible por la derrota, el desguazamiento y la desnaturalización posterior de secciones del propio carlismo.

Sería semejante a afirmar que el moho es la consecuencia natural del pan, o que unas ruinas son tanto como una casa sin tejado. En realidad, hay más proximidad entre un militante del más radical partido independentista de hoy y el más pulcro e ilustrado centralista liberal que entre cualquiera de los dos y un carlista decimonónico.

Lo quieran o no nuestros neojacobinos, tras las cortinas de los pastiches historiográficos, las reconstrucciones y los requetés imaginarios sigue asomando la vigencia de un problema. Una particularidad que se presenta como sentimiento trágico para el centralismo patrio.

*** Pedro Lecanda es filósofo, escritor y doctorando en Derecho.