Amaia Fano-El Correo

Más que la polarización y el bloqueo, lo que domina hoy la escena política española es la sobreactuación. Máxime en una situación postelectoral tan enrevesada como la que deja el 23-J, que no solo pone en serios aprietos al candidato con más opciones de formar gobierno, sino que interpela también a los partidos soberanistas, quienes nunca se han visto en una coyuntura más favorable para intentar hacer realidad, si no todas, al menos parte de sus reivindicaciones históricas.

Aunque muy condicionada por la alternativa de tener que ir a una segunda vuelta de las elecciones generales que nadie quiere, excepto PP y Vox, la ocasión la pintan calva y el electorado nacionalista e independentista no entendería que sus líderes desaprovecharan esta inesperada ventana de oportunidad que se abre. De ahí que hasta un partido de orden como el PNV, que desde su malogrado intento de sacar adelante el plan Ibarretxe había optado por la moderación cada vez que volvía a aflorar el conflicto territorial –como quedó de manifiesto en el papel de «apagafuegos» que pretendió jugar el lehendakari Urkullu durante el ‘procés’–, se muestre decidido a quitar las telarañas a su discurso soberanista olvidando el «ahora no toca» para ponerse a la cabeza de la manifestación al exigir a Sánchez el reconocimiento de la realidad nacional vasca y catalana como condición previa para empezar a hablar de lo suyo.

Una ciaboga estratégica que debe ser leída sobre todo en clave de política interna estando los vascos a pocos meses de acudir de nuevo a votar, esta vez en unas elecciones autonómicas singularmente reñidas y cuando se anuncian vientos de cambio de ciclo.

Los jeltzales creen ver en ello una forma de diferenciarse de su rival, toda vez que Bildu parece haber optado por el «nobleza obliga», comprometiendo incondicionalmente su apoyo a la investidura del líder socialista para evitar que gobierne la derecha. E interpretan que ese entreguismo podría ser leído a la larga como «alta traición», como le ha ocurrido a ERC, cuyo descalabro electoral se debe a haberse ensuciado las manos con la gobernabilidad del estado a cambio de negociar el indulto a sus dirigentes, vendiendo el trampantojo de una mesa de diálogo que nunca llegó a estar operativa. Por lo que se han apresurado a advertirle a Sánchez de que al que algo quiere algo le cuesta. Aunque sin llegar a encarecer el precio de su bendición hasta hacerlo constitucionalmente prohibitivo, como ha hecho Junts.

Que no cunda el pánico. Teniendo en cuenta que el teatro no es más que una representación y que la realidad va por otros derroteros de los que no tenemos noticia, seguramente los de Ortuzar no tardarán en sumarse al coro de voces que en privado aconseje a Puigdemont entrar en razón y le diga que «no es lo mismo ser exigente que ser intransigente», como ha hecho el molt honorable Artur Mas, recordándole que la alternativa al «sí quiero» a Sánchez no es más que una ruleta rusa. Unos y otros han de andar con pies de plomo. No vaya a ser que al final resulte, como de costumbre, demasiada pólvora para tan corta mecha.