EL PAÍS 11/10/15
SANTOS JULIÁ
· El ‘érase una vez’, ese cuento de hadas de la falacia retrospectiva, se convierte, en el mejor de los casos, en un cuento de miedo; en el peor, en una historia de exclusión destinada a quebrar una convivencia en paz
Era 30 de abril de 1937 y un joven historiador catalán, Jaume Vicens Vives, decidió enviar a Manuel Azaña, “primer ciudadano de la nación”, un libro que recogía el “modesto fruto de mis últimos trabajos”. Escribía Vicens, apenas una semana antes de que en Barcelona estallara una guerra civil catalana dentro de la Guerra Civil española, que con aquel libro solo había pretendido contribuir desde su “posición de trabajo al esfuerzo colectivo que hoy realizamos todos los españoles —entre los cuales cabe contar a nosotros, los catalanes— para asegurarnos un porvenir, rico en promesa de libertad y cultura”. Y añadía que la obra que tenía el honor de ofrecer al presidente de la República era “hija directa de su política y de la comprensión que V. E. tuvo de los problemas catalanes. ¿Quién hubiera podido soñar, antes, en la publicación de una tesis doctoral, pensada y escrita en catalán, en la Universidad de Barcelona?”.
Cuando Vicens envió su carta a Azaña no habían transcurrido aún tres años de la agria disputa que le enfrentó a Antoni Rovira i Virgili, cuando este le reprochó desde La Humanitat la falta de “sensibibilitat catalanesca” que había mostrado en su trabajo sobre “La política de Ferran II durant la guerra remença”. Vicens le respondió con una carta abierta publicada en La Veu de Catalunya que si había prescindido “de l’esperit nacional en analitzar el regnat de Ferran II és perqué a la documentació de l’època no hi ha res que en revelés un estat de consciència nacional”. Con ello, establecía Vicens como norma inexcusable del oficio de historiador no sucumbir a esa falacia retrospectiva que consiste en proyectar sobre el pasado el espíritu nacional propio del presente si los documentos de la época no atestiguan de ninguna manera la existencia de tal espíritu.
Que esa posición de Vicens Vives no fue meramente circunstancial lo prueba bien que, pocos meses antes de su temprana y muy sentida muerte, escribiera en Serra d’Or que la “coacción romántica” seguía planeando sobre “les produccions dels nostres més eminents historiadors, algun dels quals arribá a confondre història romàntica amb història nacional”. Este es el mismo Vicens que en diciembre de 1956 había dirigido a la Juventut de Catalunya una llamada a formar la “Aliança pel Redreç de Catalunya” como piedra singular de la reordenación de Europa y de España; el mismo que, además de propugnar para España un “Estado federativo gradual”, aleccionaba a los jóvenes catalanes recordándoles que “el separatisme és una actitud de ressentiment col.lectiu incompatible amb tota missió universal”.
Pero aquel catalanismo que vinculaba la defensa del hecho diferencial catalán con la activa participación en las instituciones españolas, comenzó a hacer agua cuando en los primeros años del siglo XXI sonó la hora de la nacionalización del pasado por iniciativa de las nuevas clases políticas de las comunidades autónomas que, apoyándose en científicos sociales —historiadores, sociólogos, politólogos—, llegaron a la conclusión de que el consenso constituyente de 1978 había periclitado. No atreviéndose con la Constitución, en la que radicaba el fundamento de su poder, procedieron a reformarla por la puerta de atrás, asegurando que se limitaban a revisar los estatutos de autonomía cuando, en realidad, se afanaron en la elaboración de estatutos de nueva planta, basados en la generalizada afirmación de unas realidades nacionales que remontaban al origen de los tiempos.
Para legitimar esta operación no encontraron mejor recurso que nacionalizar cada cual el pasado de su propio territorio, en unos preámbulos construidos según el género de “érase una vez”. Científicos sociales, más o menos marxistas en sus años jóvenes, todos muy viajados y muy cosmopolitas, se convirtieron en fervientes nacionalistas, dispuestos a aportar su grano de arena a esos cuentos de hadas, sonrojantes para cualquier historiador, que son los preámbulos de los estatutos de autonomía de 2006/2007. De las nacionalidades y regiones de la Constitución se pasó a realidades nacionales de los estatutos, con la vista puesta en una próxima conversión de todas ellas en naciones.
Pues llegados a este punto, solo era cuestión de tiempo y oportunidad que las realidades nacionales se declararan naciones políticas en plenitud de soberanía exclusiva. Y no menos de esperar era que, como ya había ocurrido en 1931 y otra vez en 1978, los catalanes se condujeran como primogénitos: por su rica tradición de catalanismo político, por la constante acción nacionalizadora impulsada desde la Generalitat a partir de las elecciones de 1980, por la abundancia de asociaciones y plataformas creadas al servicio de la misma causa, y en fin, aunque no en último lugar, por la disponibilidad de un puñado de historiadores, que rápidamente se mostraron muy deferentes con el poder y muy solícitos a la hora de convertir una historia compleja en la más simple de todas las historias jamás contadas, la de España contra Cataluña.
Y así, requerido por el poder, acudió un plantel de historiadores a contar que ya desde principios del siglo XVIII, una nación, España, decidió exterminar por las armas a otra nación, Cataluña: la guerra de sucesión a la dinastía austriaca, liquidada con el triunfo de la dinastía francesa, se convirtió, por ese arte de birlibirloque en que son maestros los historiadores nacionalistas, en guerra entre dos naciones hechas y derechas, España y Cataluña: una invención en toda regla que habría merecido de Vicens la crítica que en su Noticia de Cataluña dirigió a “los historiadores románticos de uno y otro lado del Ebro” cuando presentaban lo ocurrido de 1705 a 1714 “desde un ángulo ajeno por completo al adoptado por aquellos antepasados nuestros”. Narrar el pasado respetando el ángulo adoptado por los antepasados es el arte y también la obligación del historiador. Pero si en lugar de narrar lo que, tras un arduo trabajo de indagación, descubre, el historiador presenta lo que, por coacción romántica o por acudir en auxilio del poder en plaza, inventa, entonces comete lo que parafraseando a Julien Benda podría llamarse la trahison des historiens. Nacionalizar el pasado con el propósito de remontar la existencia de la nación propia a tiempos inmemoriales para, de esa manera, legitimar una operación política es una traición de los historiadores a lo que constituye la médula de su oficio.
Una traición, como la cometida por los intelectuales en los albores de la Gran Guerra, catastrófica en sus resultados porque los historiadores que acuden al canto de sirena del poder político para inventar la historia de una nación contra otra construyen el soporte desde el que ese poder legitima su llamada a la unión sagrada —¡campesinos, proletarios, burgueses, terratenientes, banqueros: uníos, la patria os llama!— contra el enemigo, contra la nación extranjera, contra ese Otro que nos roba y nos expolia y pretende exterminarnos. El érase una vez, ese cuento de hadas de la falacia nacionalizadora, se convierte así, en el mejor de los casos, en un cuento de miedo; en el peor, en una historia de exclusión destinada a quebrar una convivencia en paz.