Pues no. Tras la epidemia todo será muy parecido

Luis Ventoso-ABC

Filósofos, sociólogos y psicólogos de guardia ia meditan sobre cómo el imprevisto virus salido de China cambiará la faz del mundo. Algunos pensadores de gatillo rápido ya han publicado ensayos exprés al respecto. En artículos y tertulias se repite una frase (que para que quede redonda debe pronunciarse con mirada trascendente): «Después de esto nada volverá a ser igual». Abundan los vaticinios esperanzados. Las oficinas se percibirán como recintos obsoletos y se impondrá el teletrabajo, más respetuoso con la conciliación familiar. Esa reconversión laboral despejará el transporte, reducirá la contaminación y hará amigable el corazón de las urbes. La España vaciada reverdecerá, al darnos cuenta de que con los medios telemáticos podemos trabajar en cualquier lugar, disfrutando de un entorno más

 seguro y menos agresivo. La experiencia de la epidemia forjará un carácter solidario. El largo encierro hará que reconsideremos nuestro orden de necesidades, priorizando el tiempo libre, la familia y el conocimiento sobre el estrés, el consumismo y la perenne dispersión de tele, café y tasca.

Pues no.

En cuanto afloje el virus -como ya está sucediendo- retomaremos unas vidas clónicas de las que teníamos. La primera tarde de Madrid en fase 1 sorprendía ver a la afición dándole presto a la Mahou y el cigarrete en unas terrazas abarrotadas, charlando boca a oreja con jolgorio expansivo. Los trabajos presenciales regresarán, porque las conversaciones in situ espolean la creatividad (y porque nadie quiere renunciar a perder el tiempo en la máquina de café, divagando sobre los hijos, el clima, las tonterías de la tele y los horrores de la política; compartiendo risas, esperanzas, mentiras y cháchara victimista).

Las aspiraciones de una vida más creativa y espiritual, más plena, expirarán en cuanto nos atropelle la rueda de la rutina. Volveremos a ir con la lengua fuera sin saber por qué. Meteremos más horas que la Merkel sin necesidad, rehenes de la subcultura del presencialismo. Viviremos acongojados, anticipando riesgos que en realidad no han llegado. Regresará la compra compulsiva de artículos que no necesitamos (afortunadamente, pues el gasto de unos es el ingreso de otros). Aceptaremos sin pestañear situaciones políticas repugnantes, como que Sánchez se siente de nuevo con partidos golpistas para debatir la mejor manera de destrozar el país que él preside. Continuaremos alejándonos de las últimas preguntas, simulando que nuestra existencia es infinita e hipnotizados por la evanescencia de lo material (es asombroso que ante una peste que se ha llevado a unos 40.000 españoles la sociedad apenas haya recurrido al más ancestral de los consuelos del ser humano: la religión). Aparcaremos otra vez a nuestros padres en residencias, a pesar del horror repugnante que hemos contemplado (y llegado el día nos aparcarán también a nosotros, que nos creemos divinos). Desdeñaremos el esfuerzo -que trabajen los chinos y los coreanos- y al tiempo lamentaremos que el mundo es muy injusto, porque no premia la molicie y la subvención. Cambiaremos para que nada cambie, como predijo Lampedusa. Con la única diferencia de que nos aguarda año y pico de terror económico.