LIBERTAD DIGITAL 22/11/16
CRISTINA LOSADA
· Desde la victoria de Trump, revolotea por el mundo una esperanza: la esperanza en que no haga nada, pero nada, de lo que dijo que iba a hacer.
Desde la victoria de Trump, revolotea por el mundo una esperanza: la esperanza en que no haga nada, pero nada, de lo que dijo que iba a hacer. Unos creen que no podrá, porque incluso el hombre más poderoso de la Tierra encuentra límites a su poder y en Estados Unidos, además, ese hombre se topará con un probado sistema de controles y contrapesos. Otros creen que no piensa hacer lo que dijo que iba a hacer, porque dan por sentado que una cosa es lo que se dice en campaña y otra, muy distinta, lo que se hace en el gobierno. Los primeros remiten su esperanza al buen funcionamiento del sistema político, a su capacidad para mitigar los excesos y los errores de un gobernante. En los segundos no se puede hablar realmente de esperanza: lo suyo está más cerca del cinismo. Lo que esperan, lo esperan de los fallos del sistema, de sus defectos.
No es sólo con Trump que se realiza ese ejercicio de disociación entre las palabras de campaña y los actos de gobierno. Es habitual. Se acepta que las campañas se pasen de la raya (en demagogia, promesas, insultos, ataques), en el sobreentendido de que, una vez terminada la refriega, todos esos excesos se meterán en el cajón de «las cosas que hay que decir en campaña para ganar» y no volverán a salir hasta la próxima. La campaña electoral sería así un espectáculo en el que se suspende la incredulidad por tácito acuerdo de todas las partes. Como en la ficción.
En el caso de Donald Trump, las falsedades, mentiras, insultos y barbaridades alcanzaron cotas tan excepcionales que se podría haber producido algo excepcional: que sus votantes no dieran crédito a sus palabras. «Los medios le tomaron literalmente, pero no en serio; sus votantes le tomaron en serio, pero no literalmente», escribió David Frum, de The Atlantic. Ahora, el campo de los que no toman literalmente a Trump se ha ampliado. Son muy pocos los que creen que su palabra vale algo. Son muchos más los que piensan que un personaje empeñado durante toda la campaña en salirse de la norma es un político normal de los que dicen una cosa y hacen otra. Creen, en fin, que Trump va a pasar tranquilamente del disparate verbal al acto razonable.
Sería interesante ver hasta qué punto el descrédito de la política, ya topicazo, se relaciona con el descrédito de la palabra. Un signo preocupante de ese descrédito es que se dé por hecho que los populistas triunfan porque «dicen lo que la gente quiere oír». Traducido al román paladino, significa que los ciudadanos, los votantes, quieren oír cosas que les regalen el oído, aunque sepan que son inciertas. Sí, es posible que haya hoy un mayor margen de tolerancia hacia la falsedad en política, pero ese margen se está agrandando a costa de la legitimidad de la política.