José Alejandro Vara-Vozpópuli

  • El episodio del teniente fiscal Navajas no es un pasaje chusco, ni una anécdota menor. Es el retrato de la dramática situación del edificio de nuestro Justicia

Sólo en España los toreros y los jueces gozan de tanta relevancia social. Lo primero es comprensible. La afición a la lidia no traspasa nuestras fronteras, salvo tímidamente el sur de Francia y algo de las Américas. En lo segundo somos una auténtica excepción algo bochornosa. Los jueces chirrían en primera página.

Habría que remontarse a la Italia de ‘Mani puliti‘ (‘manos limpias’) para contemplar un hecho similar. Acabó como acabó. Berlusconi, Salvini y el tonto aquel de las cinco estrellas. En el resto de Europa, especialmente en las democracias asentadas, los jueces son individuos anónimos que raramente arañan minutos en la agenda informativa. En Estados Unidos, el fallecimiento de la juez Ruth Ginsburg, a los 87 años de edad, después de 23 años en el Supremo, ha producido un terremoto en la recta final de la campaña. Trump se frota las manos. La Corte Suprema será, si gana, aún mas conservadora. No se trata, sin embargo, de una guerra entre jueces o de una batalla judicial. Se trata simplemente de cumplir con un trámite institucional, un relevo pautado y tasado.

Garzón, el más curioso ejemplar

Distinto es el panorama en el edificio de nuestra Justicia, el más oscuro y tenebroso de nuestro entorno. La creación de la Audicencia Nacional procreó una singular especie bautizada como ‘juez estrella’ y que pasó a competir en los medios con los cracks del fútbol y los ídolos del rock. El caso más notorio fue el de Baltasar Garzón, quien tras picotear por la política en algún carguillo de segunda fila (él quería ser ministro), volvió a los tribunales y luego fue condenado y expulsado de la carrera por prevaricador. La figura del magistrado fulgente se ha convertido en una tradición española. Casi una superstición. Los tribunales, en paralelo, siguen dirigiendo las agendas al grito general de ‘no judicialicéis la política’. Una pavada.

Así cabe entender el chusco episodio del fiscal Luis Navajas, número dos del Ministerio Público, gran protagonista de la semana. No se trata de anécdota ni de un exabrupto temporal. Va más allá de lo hasta ahora conocido. En resumen, un declinante fiscal acude a una emisora de radio, Onda Cero, para despacharse a gusto contra dos compañeros, disgustado al parecer porque se le ha tachado de palanganero del Gobierno. Y lo que es peor. Porque los insultados le aconsejaron que no enlodara al gremio con actitudes de genuflexión ante su jefa suprema, la exministra de Justicia, Dolores Delgado.

Quizás le remuerde la conciencia por el auto infumable en el que exoneraba y hasta aplaudía al Gobierno, con entusiasmo nada ponderado, por su ‘idónea’ actuación en los seis meses de la pandemia

Y, entonces, ocurrió. Jamás se escuchó a tan alto cargo del estamento judicial proceder de semejante modo. Pudiera ser que, como veterano jurista, le reconcomiera la conciencia tras haber signado un auto infumable  en el que se exoneraba y hasta aplaudía al Gobierno, con entusiasmo nada ponderado, por su ‘idónea’ actuación en los seis meses y cincuenta mil muertos de la pandemia.

«Con esa tropa no puedo ir a la guerra». «Son esclavos de su ideología». Están políticamente «contaminados». Una sarta de improperios contra estos dos reconocidos fiscales, Madrigal y Cadena, de larguísima e intachable trayectoria, a quienes puso a escurrir en antena sin miramiento alguno. Una enormidad que algunos atribuyen a que Navajas está a 80 días de su jubilación y se lio la manta a la cabeza, ofuscado por un impensable afán de vendetta y sin apenas meditar en las consecuencias. Ya que me voy del Supremo, me cisco dentro.

Ha vertido sospechas de enorme magnitud sobre dos de los fiscales del ‘procés’, con lo que expande el manto desconfianza hacia todo el procedimiento, a mayor gloria y satisfacción de los golpistas

De su verborreica deposición caben colegir varias consecuencias. En principio, ha tirado por la borda cuarenta años de reconocido servicio por agradar a su jefa, a quien llama ‘Lola‘. «Ha actuado como un lacayo obediente y servil», recogían algunos medios en ambientes del Supremo. Se ha llevado por delante la presunción de inocencia del fiscal Navajas, uno de los protagonistas del caso del móvil de Dina e Iglesias. Ha enfangado, de paso, el procedimiento contra los golpistas catalanes, ya que los dos fiscales insultados actuaron en el juicio del ‘procés’. Los sediciosos le agradecen el detalle. Soltó en la entrevista algunos comentarios muy ambiguos sobre los querellantes por la pandemia, es decir, sobre los familiares de las víctimas de la gran tragedia. También desveló que su fiscalía enviará las demandas al mismo basurero que las querellas.

Lo más grave de todo este delirante affaire, sin embargo, son las repercusiones en escenarios de mayor trascendencia. Estamos ante la demostración palmaria de que nuestro estamento judicial padece artrosis ética y cirrosis moral. Una instancia clave como la Fiscalía del Supremo ha quedado retratada como un nido de conspiradores y truhanes, arrebatados de ambición y enfrascados en tota suerte de guerras intestinas. La designación de Dolores Delgado al frente del Ministerio Público supuso la constatación palmaria de que Sánchez ha decidido tomar al asalto el Palacio de la Justicia, la fase clave de su proyecto de sustituir el régimen del 78 por un monstruo totalitario con el cuerpo de Frankenstein, el moño de Iglesias y el rostro de Su Persona.

Navajas es algo más que un bocachanclas con ganas de venganza en el último aliento de su vida profesional. Es el mensajero de una tragedia, el heraldo de un desastre que ya no tiene marcha atrás. La Justicia y la Corona son los dos últimos baluartes contra el proyecto cesarista y despótico del sanchismo. La primera, ya ha caído.