LUIS HARANBURU ALTUNA-EL CORREO

  • Sustituir la verdad por la opinión es el paso que conduce de forma ineludible al estado de mendacidad

Cuando uno se acostumbra a creerse sus propias mentiras lo hace por oportunidad, ignorancia o cinismo. Quien mucho miente se instala, además, en un estado de mendacidad en el cual la mentira adquiere curso legal. El estado de mendacidad es una consecuencia del negacionismo de la realidad. Al negacionista le resbalan la evidencia científica y la certeza estadística. Al que se resiste a ser vacunado le importan una higa las consecuencias de su actitud insolidaria y asocial; antepone su percepción subjetiva de la realidad a la objetividad de los datos científicos. El negacionismo surge en la historia moderna como la negación de la ‘shoah’, el holocausto perpetrado por el nacionalsocialismo. El negacionismo pretende la banalización de la realidad.

La negación y la banalización de la realidad y el subsiguiente estado de mendacidad son cognitivamente patológicos en cuanto que falsean la realidad de los hechos y acarrean graves consecuencias cuando se trasladan al ámbito de la sanidad, la política o la economía. El negacionismo en el ámbito sanitario pone en jaque la eficacia de las vacunas o las medidas conducentes a la erradicación de los contagios. El negacionista lo suele ser por imperativo de una ideología o de las falsas y paranoicas creencias en una conspiración universal. Quien cree que mediante la vacuna se inyecta un chip para el ulterior control del individuo es que está en la antesala de la demencia conspirativa.

Sustituir la verdad por la opinión es el paso que ineludiblemente conduce al estado de mendacidad que Max Scheler señaló en el periodo de entreguerras. Las ideologías políticas son el caldo de cultivo del negacionismo en política. En el actual escenario destacan dos negacionismos que corresponden a otros tantos estados de mendacidad. El primero de ellos tiene que ver con el negacionismo económico y político que afecta al Gobierno de Sánchez; el segundo, al proceso de blanqueamiento de ETA y sus albaceas.

Pedro Sánchez tiene acreditada su condición de hombre poco amigo de la veracidad. Miente sin que ningún músculo facial se le altere y es capaz de enmendar su percepción de la realidad según le convenga. Prevale su conveniencia sobre la realidad y la verdad. Sánchez está persuadido de la bondad de su gobernanza, así como de la idoneidad y eficacia de su Gobierno «progresista». Su Gobierno, sin embargo, es la versión mendaz del socialismo ilustrado y racional. Es la expresión senil y negacionista de los ideales de la Ilustración, que anteponían la igualdad de todos a los privilegios estamentales. Los estamentos han regresado de la mano del identitarismo. No se trata tan solo de cinismo o de tener la cara más o menos dura, se trata de una involución de los valores de la Ilustración. Valga como botón de muestra su intervención con ocasión del aniversario de nuestra Constitución en la que cargó contra la oposición, a la que acusó de deslealtad constitucional, cuando es a él a quien el Tribunal Constitucional ha condenado por clausurar el Parlamento y decretar dos estados de alarma inconstitucionales.

Pero la mendacidad presidencial también afecta a nuestra economía. Según su opinión, convertida en verdad incuestionable, España se encuentra a la cabeza de la recuperación, y la inflación y la carestía de las energías son accidentes pasajeros que no afectan a la «robustez» de nuestra envidiable economía. Todos, salvo nuestro presidente, saben que los Presupuestos Generales del Estado, aprobados por el bloque Frankenstein, son una mera ilusión basada en falsas expectativas de ingresos e incrementos del PIB. Lo cierto es que Sánchez se niega a reconocer, como en su día lo hiciera Zapatero, las evidencias que desde instancias nacionales y exteriores apuntan a una gran rémora en la recuperación de nuestra economía. Negar lo evidente es la muestra palmaria del estado de mendacidad. Banalizar y negar la gravedad del momento económico y político que atravesamos nos puede conducir a una peligrosa involución tanto económica como política.

Otro negacionismo es el de los herederos de ETA que, con la ayuda del Gobierno Frankenstein, tratan de blanquear su historia criminal. Con el relato que Bildu trata de vender, se está negando la verdad histórica avalada por la Academia y la memoria de todos. Se trata de banalizar el terrorismo, del mismo modo como lo hicieran los negacionistas nazis con el holocausto.

ETA realizó una limpieza ideológica y étnica; mató a sus adversarios políticos y sus crímenes fueron aplaudidos por quienes hoy se presentan como campeones de la paz. ETA hirió de muerte ética y cívica a la sociedad vasca que calló o alentó sus crímenes, convirtiéndola en su principal víctima. Blanquear los crímenes del pasado imputándolos a una fatal militancia pasada es la burla más atroz y el más obsceno de los negacionismos. Pero lo verdaderamente grave es que ambos negacionismos, el de Sánchez y el de Otegi, se sostienen mutuamente. Sánchez necesita blanquear el pasado terrorista de Otegi para seguir en La Moncloa y Otegi, una vez incorporado a la «dirección del Estado», necesita de Sánchez para socavar los fundamentos de nuestra democracia.