Ni ética ni estética

Ignacio Camacho-ABC

  • La atmósfera clandestina de la reunión de Ginebra desprende el tufo culpable, deshonesto, de un contubernio de trastienda

Quizá no fuese del todo mala idea la de contratar a un verificador para compulsar la palabra de Sánchez. Tendría que ser un profesional con mucho temple y experiencia para que un trabajo de esta clase no rebasara sus capacidades; hablamos de revisar a alguien que desde el doctorado hasta la Presidencia no ha dejado escalón de su carrera exento de fraude. El inspector ganaría tiempo si en vez de comprobar las mentiras se centrase en sus verdades. Puigdemont ha sido el único en condiciones de someterlo a examen, aunque también es el único al que resultaría perdonable que lo engañe. Lo malo es que, bromas aparte, el del mediador salvadoreño es un fichaje destinado a dar fe de la deconstrucción completa de las bases constitucionales. Y encima va a haber otro sólo para Esquerra: humillaciones a pares.

Naturalmente, el susodicho intermediario no está para intermediar nada. Su presencia es un mero símbolo de la claudicación reclamada –y obtenida– por los independentistas al Gobierno de España. No tiene otra misión que la de dejar clara la narrativa de un conflicto fantasma, el relato del Estado opresor de las libertades de la nación catalana. Sánchez ha aceptado, en pleno aniversario de la Carta Magna, someterse a esta muestra de desconfianza que supone la entrega de la soberanía a un pirado de ínfulas iluminadas, y a partir de ahí su mandato ya nunca podrá desprenderse de esa mancha. Ha malversado la escasa presunción de responsabilidad institucional que le quedaba.

Porque aunque la investidura sea legítima de origen, en cuanto fruto de la mayoría de un Parlamento libremente elegido, la legitimidad de ejercicio del poder sanchista ha saltado en pedazos desde el principio. Al supeditar el estándar de calidad de la democracia española al veredicto de un observador extranjero cuestiona él mismo la rectitud del procedimiento que le ha permitido continuar en el cargo de primer ministro. Ningún gobernante tiene derecho a denigrar de ese modo a su país ni a menoscabar su prestigio por mucho que sienta apremiado por la necesidad de obtener respaldo político. La zafia coartada de que se trata sólo de un acuerdo entre partidos revela la mala conciencia ante una decisión que no soporta un mínimo escrutinio objetivo, no ya moral ni jurídico sino simplemente basado en la relación práctica entre coste y beneficio.

Incluso más allá de la decencia, el pasteleo de Ginebra proyecta una pésima, deplorable perspectiva estética. Una reunión secreta, a cencerros tapados, con idas y venidas para dar esquinazo a la prensa y celebrada en una ciudad ajena a la Unión Europea, desprende un insoportable tufo a clandestino contubernio de trastienda. Todo está envuelto en esa atmósfera fea, culpable, deshonesta, de las cosas sucias que es mejor que no se sepan. Qué se puede esperar de un tejemaneje que a sus propios protagonistas les produce vergüenza.