Carlos Sánchez-El Confidencial
- Una cosa es hacer política y otra muy distinta tomar medidas concretas. La realidad es que los Presupuestos han sido históricamente inerciales. No identifican un proyecto de país
Existe un raro consenso entre los historiadores económicos en que las dos únicas reformas tributarias verdaderamente importantes realizadas en España durante los dos últimos siglos —antes no se podía hablar de un sistema fiscal coherente ni, por supuesto, moderno— fueron las de 1845 y 1977. Es verdad que los intentos por modernizar la Hacienda pública venían ya desde la «contribución única» del marqués de la Ensenada, pero hubo que esperar a que un militar y primer gobernador del Banco de España, Ramón Santillán, junto a Alejandro Món, a la sazón ministro de Hacienda, pusieran en marcha una reforma modernizadora que, entre otras cosas, incorporó muchos elementos de la Hacienda francesa y aunó rasgo del sistema tributario de Castilla y Aragón.
Hasta 1845, como ha escrito el historiador Gabriel Tortella, el sistema fiscal español era un mosaico desordenado y asistemático que violaba todos los principios: no solo estaban exentas las clases privilegiadas, sino que la Iglesia y la nobleza tenían a menudo prerrogativas cuasi-fiscales; es decir, recaudaban en nombre propio rentas que se parecían mucho a los impuestos. La fiscalidad, decía Tortella, «variaba de unas regiones a otras» [¿les suena?] «e, incluso, había impuestos específicos de una ciudad o comarca con nombres tan pintorescos como la «renta del bacalao» o las «siete rentillas». Se gravaba, incluso, la paja y sus utensilios.
No es de extrañar que los militares a quienes se encargó unas décadas antes que hicieran una historia de la guerra de la Independencia describieran, con infinito dolor, la tragedia de España: «En mayo de 1808 ni teníamos naves ni ejércitos; ni armas ni tesoro; ni crédito ni fronteras; ni gobierno ni existencia política: en una palabra, no había patria». Esta desgarradora descripción es la que vino a intentar resolver la reforma Mon-Santillán, pero lo cierto es que se quedó corta y el Estado siguió arrastrando continuos déficits que llevaron a la Hacienda pública en varias ocasiones a la bancarrota. De hecho, habría que esperar al trienio 2005-2007 para encontrar un escenario de superávit fiscal, pero para eso fue necesario crear una colosal burbuja inmobiliaria que cuando estalló —casi todas lo hacen— acabó por arrastrar al paro a millones de trabajadores y, de nuevo, a provocar un enorme aumento de la deuda pública que aún hoy sigue lastrando el crecimiento (122,8% del PIB).
Una reforma inconclusa
Probablemente, porque aquella reforma fiscal de 1977 del profesor Fuentes Quintana, uno de esos personajes imprescindibles en la historia económica de España, quedó inconclusa. Desde entonces, todos los gobiernos han puesto parches.
La tendencia ha sido aumentar el gasto público, sin duda necesario para paliar las enormes deficiencias de la dictadura en prestaciones sociales e inversión pública, sin tener en cuenta el marco fiscal. Algo que explica los continuos déficits presupuestarios. En definitiva, la utilización de las cuentas públicas como un mecanismo de compra de votos. En unas ocasiones, bajando impuestos de forma irresponsable cuando ni la coyuntura económica ni las necesidades sociales ni el marco presupuestario lo requerían; y, en otras ocasiones, aumentando el gasto público de forma ineficiente solo para complacer a determinados segmentos de electores. O, simplemente, para garantizarse el Gobierno de turno una mayoría parlamentaria suficiente.
El encanallamiento político solo produce presupuestos inerciales, en muchas ocasiones incoherentes, que acumulan serias carencias
La tramitación parlamentaria de los Presupuestos Generales del Estado es la prueba del algodón. La oposición no colabora con el Gobierno que los presenta porque la discusión presupuestaria forma parte del agitprop electoral, mientras que el Ejecutivo de turno desprecia a los grupos de oposición no aceptando enmiendas porque simplemente son ajenas al bloque de la mayoría. Ni que decir tiene que el encanallamiento no solo produce presupuestos inerciales, en muchas ocasiones incoherentes en diferentes partidas, que van acumulando en el tiempo serias carencias. Precisamente, porque el parlamento ni vigila la ejecución de las cuentas públicas ni es capaz de identificar insuficiencias presupuestarias
Es decir, de esta manera se cercena de raíz una de las esencias de las democracias, que tiene que ver con la autonomía del parlamento frente al Gobierno correspondiente. Un principio que es todavía más importante cuando se trata de la ley más importante de todas las que se tramitan, ya que afecta a todos los órdenes de la vida. Y que hoy es especialmente relevante porque en un contexto de cesión de soberanía hacia las instituciones supranacionales, en particular la política monetaria y comercial, el presupuesto es el mayor y mejor instrumento de política económica.
La casa por el tejado
Pierdan toda esperanza de que esto vaya a cambiar. La inexistencia de una Oficina parlamentaria permanente para vigilar el gasto público, la guerra incivil que vive la política española a escala nacional, el hecho de que el sistema de partidos esté siempre en modo electoral, la ausencia de instituciones capaces de realizar estudios analísticos de la política presupuestaria no en términos cuantitativo, sino también cualitativos (la Airef lo está empezando a hacer) impiden conocer la eficiencia del gasto público o, incluso, determinar si el sistema fiscal es el más adecuado para financiar lo que se propone para no comenzar a construir la casa por el tejado.
Sin embargo, todavía hay una oportunidad. Los presupuestos del 2022, que la siguiente semana entrarán en el parlamento, son excepcionales por muchas razones. Primero, porque muy probablemente serán los últimos de esta legislatura. Lo que más le gustaría a Sánchez es que Unidas Podemos abandonara el bloque de la mayoría para dejar a Yolanda Díaz a la intemperie por falta de visibilidad, y por eso no se romperá el Gobierno. Tampoco Sánchez quiere aparecer como culpable de la ruptura, y por eso unos y otros se aguantan. Aun así, parece más que probable que en algún momento de 2022 el camino de la coalición de gobierno tenderá a bifurcarse. Y en segundo lugar, porque parece claro que serán los últimos presupuestos plenamente expansivos en mucho tiempo. No solo por la llegada de los fondos europeos, sino porque en toda Europa —en la derecha y en la izquierda— existe la coincidencia de que no es el momento de introducir ajustes, como lo demuestra el hecho de que las reglas fiscales seguirán suspendidas en 2022. Tampoco el BCE tiene intención de reducir de forma relevante sus estímulos monetarios.
Los presupuestos se presentan como una mera acumulación de gasto público, pero siguen sin identificar una estrategia de país a largo plazo
Es por eso por lo que un buen análisis de las políticas públicas, tanto desde el lado de los gastos como desde la vertiente de los ingresos, puede ayudar a suavizar los ajustes que a partir de 2023, sí o sí, tendrá que hacer la economía española. La experiencia ha demostrado que es más eficaz hacer las reformas progresistas, no reaccionarias como a veces Casado propone, cuando la economía se encuentra en una fase expansiva que hacerlas a machamartillo en un contexto de bajo o nulo crecimiento. No solo porque se convierten en procíclicas, es decir, ahondan la crisis, sino, sobre todo, porque hacerlas cuando la economía va bien favorece los acuerdos políticos. Con las calles levantadas ningún partido tiene incentivos para tomar decisiones difíciles. El PP lo sabe bien por su estrategia durante la anterior crisis económica.
Un error histórico
Y este es, precisamente, el problema. Los presupuestos se presentan como una gran envolvente financiera, como una mera acumulación de gasto público, pero siguen sin identificar una estrategia de país a largo plazo. En particular, en materias como la industria (se confunde dar subvenciones con una política industrial) o la política de vivienda, convertida en una suerte de puja para ver quién da más por alquilar un piso o por poner suelo público a disposición de promotores privados sin que las plusvalías beneficien a la comunidad.
Probablemente, porque uno de los errores históricos ha sido confundir tomar medidas para resolver problemas concretos (bajar los impuestos de la electricidad o dar unos cientos de euros a los jóvenes para que lo gasten en cultura) con hacer política energética o política cultural. Muchas medidas no hacen política, simplemente la hacen más discrecional y arbitraria. Introduciendo, además, una enorme incoherencia e inconsistencia fiscal.
Una cosa es hacer política científica y de investigación y otra muy distinta es dar subvenciones a diestro y siniestro
Esto hace que los presupuestos —nada menos que 550.484 millones de euros en 2021— sean simplemente de naturaleza incremental. De lo que se trata es de decir a la opinión pública que se ha gastado más que el año anterior, con lo que pierden su enorme potencia transformadora. Para el Gobierno de turno es más fácil satisfacer las demandas de determinados colectivos con enorme capacidad de presión, ya sea el automóvil, la construcción, el turismo o el transporte, que hacer políticas estratégicas a largo plazo para reindustrializar el país, que es lo que está detrás de la despoblación y de los problemas colaterales que generan las migraciones interiores hacia lugares con mayores expectativas de empleo. Todos pastan del presupuesto, que decía Galdós.
Es decir, se aprueban sin definir qué especialidad productiva es a la que España puede aspirar en un mundo globalizado en el que la división del trabajo es la clave de bóveda del sistema económico. Y saldrán adelante, incluso, sin aclarar si el sistema público de prestaciones sociales se puede financiar con un sistema impositivo con serios problemas de credibilidad y manifiesta incapacidad para aumentar los recursos públicos porque muchas bases imponibles han sido agujereadas para satisfacer la presión de los lobbies. Una cosa es hacer política científica y de investigación y otra muy distinta es dar subvenciones a diestro y siniestro.
Pierdan la esperanza, más de lo mismo, aunque con mucho más dinero. Como ha dicho en alguna ocasión Raymond Torres, director de coyuntura de Funcas, las ayudas europeas solo serán un parche sin una política fiscal estratégica y reformista. Séneca lo advirtió hace mucho tiempo: Si no sabes hacia dónde se dirige tu barco, ningún viento te será propicio.