EDITORIAL-EL MUNDO
Advertimos de que la agresión sin precedentes del separatismo a la Constitución no quedaría impune y así ha sido. Esto es lo primero que importa señalar. Tras un largo y minucioso proceso judicial, retransmitido con total transparencia y observante de todas las garantías exigibles a un Estado de derecho, ayer conocimos la sentencia más importante en la historia del actual periodo democrático, firmada por unanimidad por los magistrados del Tribunal Supremo.SIGUE EN PÁGINA 3
LOS SIETE miembros de la Sala Segunda del Tribunal Supremo condenaron a penas considerables de cárcel e inhabilitación a los promotores del golpe independentista de 2017, graduando el castigo en función de su responsabilidad en los hechos. El mensaje de que el Estado democrático se defiende y se defenderá de quienes intenten desbordarlo llega nítido al mundo nacionalista.
Ahora bien. Una sentencia tan decisiva, llamada a sentar jurisprudencia en el ámbito más crítico de nuestro ordenamiento constitucional –aquel que afecta a la unidad territorial, sometida a tensión constante por los nacionalismos periféricos–, requería una fundamentación especialmente consistente y un relato de los hechos reconocible por todos los españoles que asistieron angustiados a los acontecimientos de hace dos años, corolario lógico de un plan establecido tiempo atrás.
Lo que todos vimos en aquellos días fue el ataque orquestado por los dirigentes de la Generalitat contra la Constitución, que fue derogada y sustituida por una inicua Ley de Transitoriedad en el Parlament para alumbrar un régimen alternativo de poder arbitrario. Y lo que vimos también fue al nacionalismo usurpando todos los resortes del Estado en Cataluña –desde los Mossos hasta la televisión pública, desde la enseñanza hasta la financiación autonómica– para dirigir la fuerza de la masa hacia la insurrección mediante un entramado asociativo fuertemente subvencionado cuyo único y proclamado objetivo era imponer su proyecto de secesión por la vía de los hechos. Todo esto lo vimos, atestiguamos la violencia que acompañó a la subversión, y así lo consignaron el juez instructor Pablo Llarena en su sumario y el entonces fiscal general José Manuel Maza en su querella. La sentencia parece destinar más esfuerzos a negar la rebelión que a justificar la sedición, cuando en su día la Sala de Apelaciones –integrada por Miguel Colmenero, Alberto Jorge Barreiro y Francisco Monterde– cerró filas con el auto de procesamiento de Llarena por rebelión.
Por eso resulta muy preocupante que el texto de la sentencia, aunque constate la violencia ejercida, niegue ahora que su propósito real fuera el que sus propios promotores confesaban: la subversión del orden constitucional vigente. Dice el Supremo que todo aquello que vimos constituyó una mera alteración del orden público, aunque en su modalidad más grave. Cabe recordar que la esencial distinción entre la rebelión y la sedición reside en el elemento finalista del delito. En el caso de la primera, se comete con el objetivo de «derogar, suspender o modificar total o parcialmente la Constitución» o «declarar la independencia de una parte del territorio nacional». Es decir, el legislador no exige que la independencia se consume para tipificar la rebelión: basta con orientar la conducta hacia esos fines para incurrir en ella. Y el hecho es que la independencia fue declarada en el Parlament. Y que esa era la meta fijada en el llamado Libro Blanco para la Transición Nacional que Llarena usó pertinentemente para su instrucción, porque el procés no arranca en 2017 como pretende ahora el Supremo.
Para sortear estas contradicciones, la sentencia arguye que «los indiscutibles episodios de violencia» no se encaminaban a lograr la independencia efectiva sino «a crear un clima o un escenario en el que se haga más viable una ulterior negociación». Del derecho a decidir al derecho a presionar: este es todo el procés que describe el Supremo. Dice que todo era un «señuelo», un engaño para presionar al Gobierno de Rajoy y conseguir pactar un referéndum vinculante. Es decir, el Supremo se aparta de los hechos para bucear en las intenciones de los golpistas y asume la tesis de sus defensas, según la cual todo fue un farol, un «despliegue retórico», una «declaración de independencia ineficaz y simbólica», una «ensoñación jurídicamente inviable». Pero nosotros creemos que si fue inviable fue precisamente porque el Estado reaccionó. Porque se vio en la necesidad de aplicar el artículo 155 para restablecer el orden constitucional tras la intervención del Rey –cuyo discurso se dirigió al restablecimiento del orden constitucional, no solo del orden público– y la huida de más de 5.000 empresas en un escenario de incertidumbre e inseguridad jurídica. ¿Por qué se fueron si todo era un señuelo? Claro que la violencia instrumental para la secesión fue insuficiente: de haber sido suficiente y contar con el reconocimiento exterior, nunca habrían sido juzgados. Estos son los hechos y ninguna sentencia debería poder reinterpretarlos a la luz de la versión más inocente de sus intenciones.
Podemos comprender que el Supremo valore y quiera anticiparse a la reacción de Europa cuando los separatistas lleven el fallo a Estrasburgo. Podemos comprender que Manuel Marchena haya perseguido con denuedo una unanimidad que blinde el prestigio de la institución no solo frente a instancias exteriores sino ante el Tribunal Constitucional, donde Cándido Conde-Pumpido ya había tomado posiciones contra el fallo por rebelión. Pero no podemos comprender que el precio que se cobre esa unanimidad sea la verdad de los hechos, desvirtuada en el mejor de los casos por culpa de un tipo penal desfasado que urge actualizar –como pedía Pedro Sánchez en la oposición– y en el peor por razones políticas. Razones por lo demás equivocadas, pues la política del apaciguamiento solo sirve para alentar la reiteración de nuevas ensoñaciones que acaban en golpes de Estado y rupturas de la convivencia.
A todo esto se le añade la indignación que despierta la negativa del Supremo a atender la petición de la Fiscalía para que los condenados no puedan beneficiarse del tercer grado hasta que cumplan la mitad de la pena. Ciertamente no es culpa del Supremo que se cediesen en su día las competencias penitenciarias a la Generalitat, pero tampoco la Sala debería ignorar esa circunstancia, determinante a la hora de administrar justicia con eficacia. Ahora depende de Torra la concesión de un régimen de semilibertad cuyo efecto sobre la confianza de los españoles en la igualdad de todos ante la ley puede ser letal. Claro que si no se respetan los hechos, cómo van a cumplirse íntegramente las penas. En este sentido, no podemos sino compartir el pesar que en estos momentos experimenta la Fiscalía.
En cuanto a Puigdemont, el juez Llarena muestra coherencia al reactivar la euroorden contra Puigdemont. Cabe esperar que ni siquiera la Justicia belga se atreva a despreciar una sentencia firme del más alto tribunal de un Estado miembro de la Unión Europea. La alternativa destruiría el ya maltrecho crédito de la figura de la euroorden.
La legalidad democrática fue vulnerada por los políticos independentistas, y pagarán por ello. La labor de los juzgadores –tanto el castigo como los razonamientos en los que se han basado para imponerlo– ahora corresponde juzgarla a los ciudadanos. Ellos son los soberanos de su nación. No esperan del Supremo que ofrezca «soluciones políticas», como el propio tribunal rechaza en la sentencia; pero desde luego saben que el proyecto separatista sigue vivo, y que la salida no pasa por degradar a simbólica una intentona bien real de subvertir el orden democrático. Abaratar los costes solo sirve para estimular la reincidencia.