JAVIER RUPÉREZ-ABC

«ETA está disuelta. Pero la perniciosa semilla por la que tantas veces mató sigue viva: es la del nacionalismo separatista de origen étnico y tribal en cuyo altar sacrifican no pocos. De su definitiva derrota depende en gran medida la garantía de nuestra

LA banda terrorista ETA tiene anunciada para hoy la celebración del enésimo de sus macabros aquelarres propagandísticos, a lo que parece dedicado esta vez al anuncio de su disolución. Viene precedido por la difusión hace unos días de un documento marcado por la habitual obscenidad de la que la banda de asesinos ha venido haciendo gala desde el primer momento de su existencia y en el que parecía regocijarse ante el invento de la «petición parcial de perdón», fórmula que según la banda permitiría distinguir entre las buenas víctimas, aquellas merecedoras de su misericordia, y las malas víctimas, aquellas que habrían merecido serlo. Como es fácilmente imaginable, entre estas últimas se encuentran policías, guardias civiles, militares, políticos, jueces, profesores, empresarios y otras gentes que en el catálogo del terrorismo nacionalista vascuence habrían de ser calificados como del «mal vivir». En la práctica de la propaganda de los de la boina y el hacha, nada radicalmente nuevo. Ni siquiera la innegable habilidad con la que consiguieron la repercusión pública que el anuncio no merecía. Y que incluso obtuvo, en un prodigio milagroso de coincidencias, una meliflua declaración de la conferencia episcopal del País Vasco, que bien hubiera quedado mejor recogida en formas y tiempos menos clericales. Sobre todo cuando en el cenobio han figurado fratres de la categoría de Setién y Uriarte, por identificar solo a los de moradas vestiduras.

En realidad ETA dejó de existir en el momento, allá por 2009, en que dejó de matar. Y como bien sabemos, y tanto mejor haríamos en interiorizarlo definitivamente, ello ocurrió porque los aparatos de seguridad de la democracia española habían sido capaces de desarrollar los sistemas operativos y de información suficientes para coartar las acciones criminales de los autodenominados patriotas vascos, no porque los terroristas, sus secuaces y sus cómplices hubieran abjurado de sus objetivos y de sus métodos. Ello también ocurrió tras décadas de callado y admirable sufrimiento, tan callado como terrible, de una sociedad española que bien hubiera podido optar por la venganza y supo sin embargo refugiarse en la justicia. Ha sido una victoria ganada en buena y lícita lid, en la que ha prevalecido la libertad de los españoles y perdido la sinrazón de los terroristas y todos aquellos que por los tales han tenido simpatía o comprensión. Porque esta historia tiene indudablemente vencedores y vencidos. Los que lo niegan, consciente o inconscientemente, quieren volver a las andadas. Nadie debe equivocarse al respecto.

La cantilena de la disolución viene con la letra consabida: se acabó el conflicto, borrón y cuenta nueva y presos a la calle. Viene también acompañada del habitual despliegue de los sospechosos habituales que entre profesionales del humanitarismo y terroristas emboscados han hecho causa común para convertir en fastos de paz lo que no son otra cosa que derrotas de asesinos irredentos. Y por ello conviene recordar los términos elementales de la narración. O del «relato» como ahora coinciden en decir académicos posmodernos y cursis al uso. Aquí no ha habido ningún conflicto que no fuera el que el nacionalismo vasco había inculcado en las mentes de una juventud analfabeta y cuyos antecedentes lejanos bien pudiera situarse en las anales reaccionarios de las varias carlistadas y en lo próximo en esa lumbrera de la intelectualidad universal llamado Sabino Arana. Lo que aquí ha habido se resume en dos palabras: víctimas y verdugos. Algunos de los últimos, que no todos, siguen en la cárcel. De las decenas de miles de víctimas –muertos, lisiados físicos y mentales, secuestrados, extorsionados, exiliados, olvidados– se ha dicho mucho y todavía no suficiente. Eso no es un conflicto. Eso es una matanza planificada, deliberada, orquestada y fríamente realizada. La mayor y más consistente violación de los derechos humanos que España ha conocido en los últimos cuarenta años. No cabe olvido. Todo lo contrario: la enseñanza minuciosa a las nuevas generaciones de lo que fue y nunca debió haber sido. Y sobre ello cabe interpelar urgentemente a las instituciones vascas y españolas para que en la escuela ayuden a corregir el entuerto. Hasta ahora no lo han hecho. ¿O es que en el País Vasco no existe la memoria histórica?

Los delincuentes del terrorismo nacionalista vasco actualmente en la cárcel se han beneficiado de una práctica penitenciaria sobradamente generosa sin que por parte de los condenados y sus cómplices haya surgido el más ligero atisbo de arrepentimiento, tanto menos de información sobre causas pendientes o correligionarios huidos. Ello no ha impedido que los sectores próximos al terrorismo etarra sigan todavía reclamando acercamiento de presos o reducción de condenas. Peticiones estas últimas a las que de manera tan insensata como perversa se suman algunos conspicuos representantes del constitucionalismo residual en el País Vasco, más atentos a su mimetismo con el PNV, del que incluso retoman sus críticas al «nacionalismo español», que a la recomposición en dignidad de un episodio tan sangriento como convulso. Que el perdón lo practiquen personalmente aquellos a los que sus convicciones lo aconsejen o permitan. Los demás haremos bien en exigir el cumplimiento estricto de la ley, referencia ultima e inexcusable de la peripecia común en libertad y en dignidad.

ETA se disolvió el día en que no pudo seguir matando, pero en realidad la historia no ha acabado del todo. Los asesinos de otrora pretenden seguir la lucha por otros medios y lloran cuando tienen que recorrer kilómetros para visitar a los familiares presos, y montan verbenas para acoger a los que salen del trullo, y se hacen ver con los separatistas catalanes, e incluso aplauden cuando la Iglesia católica reclama una sorprendente reconciliación. Como si todos, víctimas y verdugos, fueran igualmente culpables.

ETA está disuelta. Pero la perniciosa semilla por la que tantas veces mató sigue viva: es la del nacionalismo separatista de origen étnico y tribal en cuyo altar sacrifican no pocos. De su definitiva derrota depende en gran medida la garantía de nuestra vida en democracia. Que esta fecha de la falsa disolución de ETA sirva para recordarlo.

 JAVIER RUPÉREZ ES ACADÉMICO CORRESPONDIENTE DE LA REAL ACADEMIA DE CIENCIAS MORALES Y POLÍTICAS