Rodríguez Zapatero sigue fiel a sí mismo: sin una idea concreta en la cabeza, como pudo comprobarse en todo el itinerario del Estatut, possentencia incluida, pero con una decisión firme de eternizarse en el Gobierno para beneficiarse en el futuro de la soñada recuperación económica. En su cuadro de preocupaciones no entran la nación, ni el español, ni el Estado, ni la Constitución.
Al ser restaurado el absolutismo en 1823, Alberto Lista, antiguo afrancesado, crítico durante el trienio del liberalismo exaltado, escribía: «El péndulo ha corrido toda la oscilación de que es capaz». Tal situación había de repetirse en periodos posteriores de nuestra historia y sirve asimismo para reflejar la extremosidad con que se desenvuelven en nuestro país todo tipo de debates. En especial desde la derecha.
Políticos y ensayistas parecen salir de una lectura fervorosa del Apocalipsis antes de emitir cualquier tipo de opiniones. La resolución del Parlamento catalán sobre las corridas de toros ha llevado así a Mariano Rajoy a evocar la ruptura de España, a nuestro filósofo más popular a declarar que con aquella vuelve la Inquisición y a mi estimada Edurne Uriarte a ver en el voto catalán la expresión de «un monstruo fanático y excluyente». ¿No sería más pertinente detenerse a pensar en si el grado de violencia desplegado en la corrida con/contra un animal resulta compatible con el respeto a los valores humanos que debieran presidir una sociedad democrática?
Entre las reacciones al voto del Parlament, es la de Mariano Rajoy la más significativa, por confirmar la cuesta abajo en su rodada del líder del PP. Sus últimas actuaciones le presentan como una brújula que ha perdido el norte y gira sin sentido. En el debate sobre el estado de la nación mantuvo la sorprendente postura de inhibición adoptada después de la sentencia del Constitucional, que a fin de cuentas, a pesar de la acumulación de confirmaciones de artículos, probaba la utilidad de que un partido político se hubiese decidido a poner en tela de juicio la constitucionalidad del Estatut. Como siempre, se mostró incapaz de explicar nada, aun cuando la ocasión se prestaba para una exhibición pedagógica de cara a su electorado y al conjunto de los españoles. José Luis Rodríguez Zapatero se sintió feliz para golpearle en el debate como culpable de la crisis desencadenada. Sin respuesta. Muchos dijeron que con su cautela trataba de favorecer el acercamiento futuro a CiU.
Pues bien, llega la prohibición de las corridas de toros y no duda en encabezar la carga de la derecha española, más que contra los antitaurinos, contra Cataluña. El PP se queja de que en Cataluña crece el sentimiento antiespañol; su reacción ahora ha consistido en una verdadera explosión de anticatalanismo, que culminará con la proposición en el Congreso de anular el acuerdo catalán, contrario a esa joya cultural de la tortura animal que la Unesco debe reconocer.
Más leña al fuego. En la prensa adicta al PP, y particularmente en la más juiciosa, se han alcanzado extremos delirantes de agresividad. Me duele. Habrá independentistas en Cataluña; más negativos son quienes en su mente tienen ya acuñada la separación.
Dada la incapacidad para ofrecer a la opinión una alternativa creíble, Rajoy se refugia en el espejismo de que Zapatero está acabado y que solo es preciso empujarle a la convocatoria de elecciones para llegar al poder. Tal fue su punto fuerte en el debate sobre el estado de la nación y nada prueba mejor su impericia. Primero, porque a estas alturas debiera ya conocer a su rival, y lo último en que piensa Rodríguez Zapatero es en convocar ahora elecciones para que el PP las gane. Segundo, porque la opinión pública lo tiene más claro que él y no es momento de jugar con imposibles. Tercero, porque su preocupación debiera ser ese suspenso permanente que le otorgan las encuestas y no va a remediarlo con saltos en el vacío.
Entre tanto, Rodríguez Zapatero sigue fiel a sí mismo: sin una idea concreta en la cabeza, como pudo comprobarse en todo el itinerario del Estatut, possentencia incluida, pero con una decisión firme de eternizarse en el Gobierno para beneficiarse en el futuro de la soñada recuperación económica. En su cuadro de preocupaciones no entran la nación, ni el español, ni el Estado, ni la Constitución; por ello está dispuesto a socavar el contenido de la sentencia del Tribunal Constitucional cuanto sea necesario.
En cualquier democracia occidental ese descarnado oportunismo sería impensable, y a medio plazo el coste de tal actitud resulta evidente. Pero con Rajoy ceñido a la descalificación a ciegas todo es posible. Menospreciando la pertinencia de un plan de conjunto, escalona las reformas económicas para aislar por sectores el frente de resistencia en cada caso. De momento pagan los débiles y por eso tiene sentido la desesperanzada y póstuma huelga general del 29 de septiembre. Para protestar por el despido casi libre y proteger la supervivencia del movimiento sindical.
Antonio Elorza, EL PAÍS, 31/7/2010