José Antonio Zarzalejos-El Confidencial

Si Pedro Sánchez y Pablo Casado no hubiesen llegado este lunes a un acuerdo mínimo, estarían hoy políticamente desahuciados y la situación sería insoportable

Es muy posible que la sociedad española que salga del confinamiento sea muy distinta en sus prioridades y percepciones de la que entró en él el pasado 14 de marzo, una vez declarado el estado de alarma. Ahora dominan sensaciones urgentes de incertidumbre, ansiedad y preocupación tanto por el presente como por el futuro.

Las noticias son trágicas a diario: centenares de muertos y miles de contagiados. Un enorme número de familias ha perdido a sus seres queridos sin el consuelo de la cercanía en sus últimos momentos; son incontables las personas que están sumidas en la angustia por familiares hospitalizados y aislados; los que no han contraído la enfermedad experimentan miedo a infectarse, y ni siquiera los que se han recuperado están seguros del alcance de la inmunidad.

La inmensa mayoría de la ciudadanía —y no es una exageración cuantitativa— está preocupada por su futuro laboral y económico, y observa desalentada la resistencia de la pandemia y el diferimiento de la llamada desescalada, que sitúa lejos en el tiempo la nueva normalidad a la que deberemos acostumbrarnos.

Todo ha cambiado, todo sigue cambiando, y parecía que lo único autónomo a la realidad, en otra órbita, era la política española, cuyos protagonistas, cada cual a su manera, semejaban declararse ajenos a la formidable transformación que el confinamiento está provocando en el cuerpo social.

Si este lunes Pedro Sánchez y Pablo Casado no hubiesen llegado a un acuerdo mínimo para constituir una comisión en el Congreso que aborde los pactos que el inmediato futuro de España y los españoles requiere, se habrían comportado como en la película ‘Thelma & Louise’, en la que sus protagonistas terminan su escapada precipitándose ambas por un precipicio a bordo de un vehículo que se dirige al vacío a toda velocidad. Si el resultado de su conversación hubiera terminado en una ruptura, ambos estarían políticamente desahuciados y la situación sería insoportable.

Pedro Sánchez se sustenta en la ausencia de alternativa, pero no en la consistencia de su Gobierno de coalición ni en el apoyo de sus socios (PNV, ERC, EH Bildu). El PSOE y UP, además, apenas tienen poder territorial: ni Cataluña, ni Madrid, ni Andalucía, ni País Vasco, ni Galicia, ni Murcia ni Castilla y León.

Por su parte, Pablo Casado y el PP están huérfanos de complicidades y colaboraciones. Vox les pretende depredar y Ciudadanos se ha quedado reducido a unas proporciones parlamentarias y territoriales mínimas. Y a todo esto, la demanda ciudadana, en la medida en que las encuestas la reflejan, es de acuerdo y colaboración.

La llamada ‘mesa de reconstrucción’ tenía demasiados inconvenientes. El primero, su denominación apocalíptica. España deberá recuperarse, pero no parte de cero como en 1977 (Pactos de la Moncloa), cuando el país carecía de instituciones democráticas, de articulación territorial y su tejido productivo estaba destrozado de forma irreversible. No estábamos entonces en Europa ni contábamos con su ayuda.

El segundo inconveniente: la tal ‘mesa’ reiteraba el planteamiento tan querido por los adversarios confesos de la Constitución porque situaba la negociación al margen del Congreso, que representa la soberanía popular y en el que están presentes todas las opciones partidistas que vehiculan el pluralismo ideológico de los españoles. Quebrar la institucionalización de nuestro sistema es el primer objetivo de sus enemigos: Unidas Podemos, Vox, los independentistas catalanes y los diputados del ‘abertzalismo’ radical vasco.

El conseguido es un acuerdo de mínimos y, probablemente, frágil. Ahora es preciso ir ganando confianza recíproca. Es difícil con Pedro Sánchez, que acostumbra a decir una cosa y hacer la contraria. Iglesias no es fiable bajo ningún concepto. El Gobierno ha de restablecer en plenitud las libertades, ateniéndose a un estado de alarma que cuide de no afectar más de lo imprescindible los derechos constitucionales. O sea, que no actúe como si estuviese declarado un estado de excepción.

Debe también elaborar un modelo diferente de relación con las comunidades autónomas, más conscientes que nunca de su autogobierno (al margen de las insensateces de Torra), y evitar las imposiciones puras y duras, más aún cuando hay que enfrentarse a una desescalada que será asimétrica y cuyo éxito dependerá mucho más de los gobiernos autónomos que de la fracasada autoridad única. Y tiene que acabar la censura previa a los periodistas y la aplicación arbitraria de la ‘ley mordaza’ bajo la que se amparan sanciones a decenas de miles.

El PP ha de modular su discurso, oponerse siempre con argumentos solventes, evitar las hipérboles, desengancharse de histrionismos necrófilos que hieren a los familiares de las víctimas y provocan un ambiente todavía más lúgubre y deprimido que los hechos en su desnudez deparan ya a todos. Y tendría que tener muy en cuenta que es posible que los ciudadanos estén descodificando la situación con claves diferentes a las de hace apenas dos o tres meses. Y a los que gratifican más las renuncias por lograr el acuerdo que el numantino modo de mantener posiciones inconmovibles.

No importa si Sánchez ha cedido más que Casado, o este más que el presidente. Lo importante es que no han remedado a Geena Davis (Thelma) y Susan Sarandon (Louise) y han frenado a tiempo, a pocos metros del borde del precipicio.