Ignacio Camacho-ABC
- Desde ese olimpo donde levita junto a los amos del planeta contempla con un desdén soberbio las vicisitudes domésticas
Está feliz, exultante, pletórico. Hasta ha mandado trasladar a Ifema ‘El abrazo’ de Genovés, para presumir del espíritu de la Transición que se está cargando. (En realidad, el cuadro era sobre la amnistía y hubiese estado mejor de fondo para enmarcar la firma de los indultos del ‘procés’, pero se le pasó por alto). No ha llevado a la cumbre ‘La rendición de Breda’, que era lo suyo, porque resultaba muy engorroso sacarlo del Prado. Pero se le ve eufórico, con una sonrisa disfrutona que por una vez no constituye un rictus falso; la cuota de protagonismo complace su ego y lo hace flotar como si se hubiese inyectado una sobredosis de liderazgo. Madrid entero es un ‘photocall’ gigante ante el que lucir a los invitados.
Biden, Jacinda Ardern, Trudeau, Macron… eso compensa de cualquier mal trago. El único reparo, cachis, es que aún no ha logrado cambiar el orden protocolario para impedir que el Rey reciba primero a las visitas principales en su condición del jefe del Estado. Todo se andará, dadle otro mandato.
Desde ese nirvana, ese olimpo por donde levita repartiendo abrazos entre los amos del planeta, contempla con un desdén soberbio las vicisitudes domésticas. La derrota andaluza, las críticas de la prensa, los pellizcos de monja de Podemos, la crisis fronteriza, el poder judicial, la factura energética… menudencias. Cuando calentaba un asiento de concejal de la oposición o de diputado de reserva, cuando sentía de cerca el aliento de Iglesias, cuando su partido lo echó a la cuneta de malas maneras, no se quitaba del caletre el sueño de verse de igual a igual con los elegidos de la tierra. Ese momento de gloria compensa el olvido de las promesas, el escándalo de la tesis, las humillaciones ante Bildu y Esquerra, las mentiras de la pandemia. Y relativiza el pesimismo de las encuestas contándole al oído el cuento de la lechera. Si acaba fracasando ante el empuje de la derecha sólo habrá cerrado una etapa para abrir otra más confortable y risueña. La de las grandes decisiones europeas, el brillo diplomático, los horizontes de grandeza.
Ante esas perspectivas cómo le van a importar las pequeñas cuitas. Qué insignificantes le parecen los debates de una política enredada en cuestiones pueblerinas, bagatelas patéticas, protestas ridículas. Con un chasqueo de dedos puede derribar de golpe a todo el consejo de Indra, sustituir a un irrelevante funcionario reacio a maquillar las estadísticas, serrarle las patas de las sillas a toda la cúpula de la Administración de Justicia, negarle el rescate a una empresa estratégica de Andalucía y otorgárselo a otras dirigidas por manos amigas. Todo se ve lejano, mediocre, intrascendente, desde ahí arriba. Sólo una cosa ensombrece la dicha de estas jornadas rutilantes en que la Historia le susurra al oído que lo necesita: la obligación de volver en un par de días a la plomiza, insufrible, maldita rutina.