Alberto Ayala-El Correo

El preacuerdo entre el PSOE y Unidas Podemos para constituir el primer Gobierno de coalición de izquierdas desde la Segunda República ha abierto la caja de los truenos. Desde el establishment al empresariado o el centroderecha político, pasando por una parte del electorado y la vieja guardia socialista, o la opinión publicada madrileña, donde se han encendido todas las alarmas.

Pero es igualmente cierto que el compromiso ha generado ilusión y esperanza en el mundo progresista. Por ejemplo, entre quienes aún recuerdan que el Gobierno de Pedro Sánchez y Podemos aprobaron hace solo unos meses la mayor subida del salario mínimo interprofesional de la historia, entre otras medidas.

Desde el abrazo entre Sánchez e Iglesias que cerró el martes el acto de firma del compromiso no han cesado los reproches al líder socialista. El primero por haber mentido de nuevo al electorado al decantarse por buscar la gobernabilidad desde la izquierda. Lo que es del todo cierto.

Como también lo es que el PP cerró todas las puertas al PSOE tras el 10-N. El mismo lunes, Teodoro García Egea verbalizaba la negativa de los conservadores a cualquier forma de colaboración con el PSOE en tanto en cuanto Sánchez siga al frente del socialismo español.

Pero para que el primer Gobierno de coalición de izquierdas de la Unión Europa sea una realidad aún queda un buen trecho. PSOE y UP necesitan el apoyo del PNV y de unos cuantos partidos menores (desde la plataforma de Errejón, a los regionalistas canarios o cántabros, pasando por Teruel Existe) que parece a su alcance. Pero también la abstención de la primera fuerza del independentismo catalán, de ERC. Y eso, a día de hoy, está bastante menos claro.

Todo acuerdo exige cesiones, y Sánchez ya se ha apresurado a hacer los primeros guiños a los republicanos. El más importante, el adiós a la promesa que hizo en campaña de reintroducir en el Código Penal el castigo a la convocatoria de referendos ilegales. Rectificación sobre rectificación.

ERC, la fuerza más votada en Cataluña el 10-N (pese a perder dos escaños, mientras Junts per Catalunya subía uno y la CUP se estrenaba con dos), ha dicho que no es suficiente. Los republicanos, que aspiran a ganar las próximas autonómicas y temen verse desbordados por el radicalismo, exigen como mínimo la constitución de una mesa de partidos que busque una salida al conflicto catalán. Un conflicto que lo es primero de convivencia entre catalanes, aunque también un problema político entre la minoría ‘indepe’ y el Estado.

Es evidente que sólo del diálogo podrá surgir una salida. Pero si se llega a formar esa mesa de partidos, en ella no se sentarán dos partes semejantes, sino que cada fuerza deberá pesar lo que digan los ciudadanos en las urnas.

No parece fácil que el soberanismo acceda a que la solución llegue de un incremento del autogobierno. Pero de donde no va a venir es del incumplimiento de esa legalidad que, hoy por hoy, impide amnistías -cuestión diferente son los indultos- y la celebración de referendos de autodeterminación.

El primer Gobierno de izquierdas desde la restauración de la democracia no puede llegar a cualquier precio. Al final ERC deberá decidir si prefiere agarrarse al clavo ardiendo de un gabinete PSOE-UP o si aboca al país a elegir entre unas terceras elecciones que nadie desea, entre otras cosas por temor a que Vox se dispare aún más, u otro tipo de pactos hoy inviables.