José Luis Zubizarreta-El Correo

Un gobierno de coalición que, para su constitución, precisara el apoyo tácito o explícito del secesionismo impulsaría, más que frenaría, el crecimiento ultraderechista

En la presentación del ‘preacuerdo para un gobierno progresista de coalición’, lo accesorio le robó el protagonismo a lo que debía haber sido fundamental. El contenido del documento pasó, en efecto, desapercibido frente a la teatralidad del espectáculo. Verdad es que lo que en el texto se decía era de tal vaporosidad que apenas merecía atención. Pero la rapidez y espectacularidad de su puesta en escena tuvieron tal fuerza teatral que habrían acaparado la mirada de la opinión pública aunque el texto hubiera sido un incunable. De más estuvo, por tanto, la sobreactuación, que se presta, además, al ridículo en vez de a la loa. Con todo, sería injusto negarles a los promotores del evento el éxito de haber logrado hacer pasar inadvertido lo que querían ocultar y que no es otra cosa que los objetivos que persiguen con la prontitud del anuncio. Todo consistió en una serie de astutas tácticas de distracción.

Se trataba, en primer lugar, de evitar, mediante la previa consumación del hecho, la presión que sobre los protagonistas se habría ejercido desde diversos círculos para que no ocurriera lo que ocurrió. Sánchez lo tenía fácil. Le bastaba una simple relectura del lema de campaña. El ‘Ahora sí’ lo trastocó en un ‘Ahora o nunca’ que recomendaba máxima celeridad. Temía que, si no procedía con rapidez, su sorpresiva decisión de dar un viraje tan brusco y decir ‘digo’ donde acababa de decir ‘diego’ podría verse frustrada por la presión de ciertos círculos, tanto de dentro como de fuera, que, por conocidos, resulta aquí superfluo enumerar. Aludiré sólo a los que se hallan en el seno de su propio partido y, por citar un nombre, me limitaré a mencionar a Felipe González, añadiendo la reticencia con que acaba de referirse al asunto.

Otro objetivo complementario era el de distraer la atención interna de la militancia y los mandos del partido. Del fracaso electoral al éxito del mantenimiento del poder. No podía dejarse tiempo a que se instalara la queja o la crítica. Por el contrario, era preciso recordar lo antes posible que el líder había vuelto a crecerse en la derrota y a convertirla, una vez más, en victoria. Modo infalible de tapar la boca a los críticos por los errores de campaña y los escasos frutos cosechados. Constatar que al jefe nunca lo abandona la baraka hace olvidar el pasado e inspira confianza en el futuro. Un ganador nato.

Pero, con ser estos objetivos importantes, el más transcendental era asegurar el éxito de la operación recién anunciada. Para ello, resultaba imprescindible conquistar la adhesión de todos los que aún faltaban para convertir el preacuerdo a dos en el apoyo múltiple que se precisaba para asegurar la investidura. Y, en un Congreso atomizado más que fragmentado, en el que los votos no caen a puñados, sino que han de ganarse uno a uno, atendiendo a las más variadas ‘agendas’ territoriales -la vasca, la valenciana, la canaria, la turolense, la gallega, la cántabra y, por supuesto, la catalana-, nada mejor que echar mano de la misma táctica de la presión, pero exacerbada esta vez hasta el chantaje, con el fin de conseguir la adhesión o, cuando menos, la neutralidad de los más recalcitrantes. La presión tendría la forma de doble disyuntiva: o investidura o nuevas elecciones y, si no fuera ésta suficientemente persuasiva, la más extrema de o con la democracia o con el fascismo. Contra ellas sólo están vacunados quienes han optado de antemano por el cuanto peor, mejor, o los que persiguen el hundimiento de Sánchez a toda costa.

El problema está en que, más allá de la ingeniosidad de este juego de presiones y chantajes, su éxito ha de contar con adhesiones o connivencias tan incómodas como la de los republicanos catalanes. Pues, si el conglomerado de todas las demás abre ya un fácil flanco al ataque y la descalificación, ésta comprometería el objetivo central que los promotores del preacuerdo dicen perseguir, a saber, detener el avance de la extrema derecha como la expresión de un nuevo fascismo. Y es que nada favorecería tanto el crecimiento exponencial de aquélla como la inclusión, entre las formaciones favorables a la investidura, de una de las organizaciones que más ha contribuido, con su empeño secesionista, a su primera explosión. Si así ocurriera, no se trataría sólo de hacer lo contrario de lo que se ha prometido en campaña. Sería, además, poner el país al servicio de la ambición personal de poder. Aunque también podría ocurrir, en última instancia, que los republicanos sucumbieran antes al chantaje opuesto al que tratan de someterlos desde su entorno independentista. Todo habría sido, en tal caso, una pesadilla de quien ya avisó de los trastornos del sueño que padece.