Los ucranianos se han visto solos también en Euskadi y en el resto de España. Se concentraron para protestar solos el jueves a la tarde y volvieron a expresar su angustia ayer nuevamente solos. La condena unánime de partidos e instituciones a la invasión dictada por Vladímir Putin no se ha traducido en movilizaciones convocadas por siglas políticas u organizaciones de la sociedad civil. El deseo de que el ‘conflicto’ termine cuanto antes sacrifica las condiciones de su final. Mejor que el gobierno legítimo sea sustituido por uno títere al dictado de Moscú que prolongar la tensión. Mejor que se reduzcan los costes energéticos derivados de la crisis ucrania que preservar los fundamentos del estado de derecho en aquel país. Las puertas abiertas a los refugiados compensarían las pérdidas morales.
El ‘No a la guerra’ contra la intervención de los aliados en Irak confrontó hace diecinueve años a la oposición parlamentaria, a los sindicatos y a infinidad de organizaciones sociales con el gobierno de José María Aznar. Que el derrocamiento del régimen de Sadam Hussein no contase con el plácet del Consejo de Seguridad de la ONU y que no se aportara evidencia alguna sobre armas de destrucción masiva en posesión del régimen de Bagdad invitaba a la protesta. Pero iba cargada de años de antiamericanismo y de la irritación que generaba la implicación a ciegas de Aznar en una aventura que a España le venía grande y a los españoles muy alejada.
Diecinueve años vista, las mentiras de George Bush hijo describiendo al régimen de Sadam como el nido de acogida del terrorismo islamista se quedan cortas respecto a las falsedades históricas y el autoritarismo sin límites con que Vladímir Putin cuestionó un día la existencia misma de Ucrania para calificar al siguiente de nazi al judío Volodímir Zelenski, y ayer Serguéi Lavrov negaba desde el despotismo el carácter democrático de la actual república ucraniana. De manera que todos los muertos lo serán en tanto que nazis, y el aplastamiento de la «junta genocida» de Kiev devolverá la libertad a los ciudadanos de un país ilegítimo bajo la custodia de Moscú. Lo importante es que sea pronto y la invasión no nos interpele durante muchos días.
La Rusia de Putin se ha venido quejando de desconsideración tras la perestroika. Aunque la carrera política de Putin se disparó precisamente tras la caída del Muro. La queja no tiene razón de ser porque Rusia, la Rusia de la Revolución de Octubre, sigue contando con un áurea que envuelve los sentimientos de muchos europeos proclives a conceder al Kremlin el beneficio de la duda. La obra de Alexander Solzhenitsyn sobre el Gulag fue denostada en los 70 y hasta en los 80 del pasado siglo por las nuevas y viejas izquierdas europeas porque había un Mal superior al soviético, el imperialismo yanqui. Los servicios de inteligencia de ese imperialismo han acertado en sus previsiones y en hacerlas públicas. Pero seguimos aferrados a la creencia de que el Kremlin no puede albergar más que buenas intenciones para la humanidad. Mejor quedarnos en el ‘No a la guerra’ que movilizarnos contra Putin, no sea que empeore su humor.
Demostrado que la utilización de la fuerza contra el Derecho es posible y ofrece ventajas a quien así procede, demostrado que hasta un dictador puede establecer qué es y qué no es democracia hasta invadir todo un país, que las sociedades libres no protesten en la calle no es solo indicativo de las dobleces que guían la conducta humana. Da carta de naturaleza a cuantas pulsiones primarias o iniciativas deliberadas pretendan subvertir la convivencia democrática.