¡No en mi nombre!

HERMANN TERTSCH, ABC 22/01/13

· El que roba en tu bando roba en tu nombre. Te traiciona y engaña. Destruye tu prestigio y reputación.

Desprecio mucho más a quienes roban mientras pretenden defender mis ideas que a cualquier ladrón ajeno, adversario o enemigo». Con esta frase quise terciar ayer en el interminable intercambio de acusaciones entre quienes creen llegado el momento de linchar y criminalizar a todo el Partido Popular y quienes responden a éstos recordando el largo y reconocido acervo de corrupción acumulado por el Partido Socialista en 35 años de democracia. Las respuestas a estos 133 caracteres no se hicieron esperar y comprobé que muchos no entendían siquiera el postulado de la frase. La mayoría, en un esfuerzo de equidad, se manifestaba convencida de que todos los ladrones son iguales e igual de despreciables. Muy pocos entendieron la especial severidad con quien delinque en el bando propio.

No entienden que el que roba en tu bando roba en tu nombre. Te traiciona y engaña. Destruye tu prestigio y reputación. Porque desde fuera siempre te considerarán de la misma condición que el peor de tu bando. Y viola tu honor porque quiebra la exigencia moral del acto de buena fe de asociarse con un objetivo decente, incompatible con el latrocinio. Esta incomprensión tiene que ver con el trato otorgado en esta sociedad nuestra al concepto de honor. Pocos valores han sido peor tratados en la educación, en los medios y en las nuevas costumbres que el concepto del honor, esa antigualla. Hoy, la mayoría lo confunde con orgullo. O peor aun, con soberbia. Además, cualquier valor inmaterial «tradicional» pasa hoy por ser una casposa rémora reaccionaria.

El honor convertido en un derecho y defendido como tal en las leyes es, en realidad, la reputación u honra social. Tampoco es el honor ese concepto tan propio de tiempos tiernos que es «la autoestima» con el que la industria de la psicología, pedagogía y el «wellness» nos recomienda querernos, mimarnos y consolarnos. El honor es un compromiso de exigencia a uno mismo. Que impone un código siempre mucho más estricto que las leyes y las convenciones. Porque responde a una voluntad de ser mejor, de vocación elitista. De ser cada vez mejor que uno mismo. Y de ser mejor que los demás. Una vocación que, por tanto, consiente y acepta en los demás unos fallos, actitudes o conductas, que no se tolera a sí mismo. Quienes tuvimos una educación alemana en décadas de posguerra tenemos una ventaja al respecto.

El enorme peso de los crímenes cometidos «en nuestro nombre» convertía en una máxima prioridad combatir el instinto gregario. La resistencia del individuo a la presión de la masa pero también la individualización del crimen, del delito, frente a la culpa colectiva (Kollektivschuld) fomentaba ese concepto del honor. Que no era ya por supuesto el honor prusiano. Pero cultivaba la auto exigencia en el diálogo interior de una forma que no he vuelto a ver. Y por supuesto, la educación permanente en la memoria y la conciencia de un padre que cayó víctima de la Gestapo con el 20 de julio hasta el final de la guerra. Pero que sabía que eso había sido demasiado tarde. Y siempre cargó con su responsabilidad previa en el trágico fracaso de las elites que se rebajaron a gregarios. Que no condenaron, frenaron y combatieron a los criminales cuando aun se podía haber evitado la monstruosidad.

Son éstas, para mí, razones de peso para una especial sensibilidad al respecto. Para considerar una agresión añadida a cualquier tropelía, el hecho de que se cometa al abrigo de la propia nación, partido o colectivo. El honor es voluntad propia, pero hay que salvarlo día a día. Y no del enemigo, sino del que combate bajo la misma bandera.

HERMANN TERTSCH, ABC 22/01/13