Ignacio Varela-El Confidencial

  • La inmensa mayoría de los españoles vivos no lo estaban cuando estalló la Guerra Civil; y ya vamos siendo minoría quienes teníamos uso de razón cuando murió el dictador

Desde el principio de la democracia, nadie ha exaltado tanto a Francisco Franco y a su dictadura como los gobiernos de Pedro Sánchez. Me refiero a dos de las acepciones del verbo ‘exaltar’: dar gran auge a algo, o avivar un sentimiento o pasión. Hace años que el recuerdo de Franco y del franquismo desapareció de nuestra vida pública como un factor activo de posiciones o decisiones políticas. Ni el eje franquismo-antifranquismo importa subjetivamente a casi nadie (salvo a los prescriptores de comunicación de la Moncloa) ni, lo que es más relevante, importa objetivamente para la España de 2021. Es entonces cuando el recuerdo de la dictadura pasa definitivamente de la contienda política viva a los libros de historia, como un asunto tan interesante como inane. Lo notable es el extraordinario esfuerzo del sanchismo y sus aliados por rescatarlo del segundo plano para devolverlo al primero.

La inmensa mayoría de los españoles vivos no lo estaban cuando estalló la Guerra Civil; y ya vamos siendo minoría quienes teníamos uso de razón cuando murió el dictador. Entre ellos, no está ninguno de los dirigentes de los principales partidos, que conocen del franquismo lo que leyeron en los libros o lo que les contaron sus mayores. Desde luego, ninguno de ellos tiene títulos para erigirse como heredero de uno de los bandos ni merece ser señalado como responsable de lo que hiciera cualquiera de ellos. Ni Sánchez ha sido elegido para ganar la guerra que otros perdieron hace 82 años, ni Casado tiene por qué responder de los crímenes de los vencedores de aquella carnicería que se prolongó durante cuatro décadas. 

Ninguna de las circunstancias que condujeron a los españoles de entonces a matarse entre sí permanece viva en la sociedad de hoy 

Pero no es principalmente una cuestión biográfica. Es que ninguna de las circunstancias que condujeron a los españoles de entonces a matarse entre sí permanece viva en la sociedad española de hoy. Y ninguno de nuestros problemas de 2021 guarda relación o tiene su origen en aquella contienda. Ninguno de ellos encontrará solución en aquel pasado. En ese sentido, puede decirse que la Guerra Civil española está tan lejos de la España actual como la guerra civil norteamericana de la realidad viva de aquel país. Por eso la resurrección del franquismo como una referencia políticamente operativa es tan radicalmente extemporánea, políticamente falsaria y moralmente macabra como lo sería retrotraer el debate americano a Gettysburg. 

En España, la izquierda camufla su incapacidad de encontrar respuestas a los problemas del presente y del futuro con un ‘retorno al pasado’ que le permita reencontrarse con las señas de identidad extraviadas, recuperar allí la fibra épica que ellos son incapaces de generar y, de paso, poner al adversario político contra la pared por lo que hicieron sus abuelos. Y la derecha democrática, por alguna extraña razón, se deja envolver en el juego y se siente concernida o aludida por hechos que nada tienen que ver con ella.

El mayor provecho que Sánchez obtendrá del proyecto de Ley de Memoria Democrática (en realidad, debería ser de memoria no democrática, que fue la tónica en el tiempo al que se refiere) serán los dos o tres meses de su debate parlamentario. Allí se reabrirán las trincheras, se lanzarán proclamas vindicativas e imputaciones retrospectivas, las palabras se inflamarán de demagogia y veremos cómo unos se disfrazarán de héroes y otros se dejarán pintar de verdugos. Mientras tanto, perderemos de vista la muy imprudente y caótica gestión de la pandemia, la precariedad vital de toda una generación, el atasco crónico de la agenda reformista del país, la descomposición institucional y el anonimato de España en la escena internacional. No es memoria digna, es distracción y un poco más de gasolina para el juego de la polarización. 

Ignacio Camuñas dice que la culpa de la Guerra Civil fue del fracaso de la República y que el 18 de julio de 1936 no hubo un golpe de Estado en España. No hace falta sulfurarse para constatar que solo una cosa es cierta en esa retahíla de asertos: que la República fracasó, entre otras muchas circunstancias, por la irresponsabilidad de sus dirigentes —entre los que también hubo significados conservadores—.

Por lo demás, es obvio que hubo un golpe de Estado. Uno más en la larga sucesión de subversiones militares que jalonaron la historia de España durante casi 200 años. En todo ese tiempo, la forma más habitual de alternancia en el poder pasaba por un golpe militar. De hecho, los políticos, incluso los reyes —mayormente cobardes y corruptos—, siempre buscaron que los militares les hicieran el trabajo sucio. El Ejército español solo abandonó su vocación golpista en los años ochenta del siglo XX. Ningún otro idioma ha creado tantas palabras para denominar los golpes militares: alzamiento, pronunciamiento, asonada, sublevación, cuartelazo, insurgencia… Además, traspasamos la costumbre a Latinoamérica, donde nació la expresión ‘gorilazo’. 

De hecho, que el golpe del 36 condujera a una guerra sangrienta de tres años se debió a la forma chapucera de su ejecución. Que los golpistas ganaran la guerra se debió a la insensata conducción de la misma por los gobiernos (?) republicanos y, sobre todo, a la ayuda de Hitler y Mussolini frente a la pasividad apaciguadora de las potencias democráticas. Y que Franco durara 40 años, a su astucia al mantenerse apartado de la II Guerra Mundial y al cínico desentendimiento de las democracias occidentales en el contexto de la Guerra Fría. Finalmente, la caída del régimen —como la de las dictaduras comunistas del Este de Europa, las fascistas del sur y las militares de Latinoamérica— se debió a su radical ineficiencia para gestionar la modernidad en el último tercio del siglo. Nada de gestas populares, el tirano murió en la cama y hubo que pactar con sus albaceas testamentarios para recuperar la libertad. Nada de lo que hagan Sánchez y sus aliados medio siglo más tarde, desde el confort del poder, los convertirá en héroes ni cambiará esa realidad.

En resumen, los hijos de los vencedores decidieron que la convivencia valía más que su victoria, y los hijos de los perdedores, que la libertad valía más que su revancha. Eso fue políticamente valiente y honorable. Ahora, cuando ya no hay peligro de que te den un paseo al paredón, llegan los nietos de unos y otros (sobre todo de unos) a agitar el corral y colgarse medallas pringosas de mierda histórica, nuestra historia. 

Lo que no entiendo es por qué Pablo Casado tiene que hacerse cargo de lo que digan Camuñas o Arias-Salgado (ambos, por cierto, procedentes del sector antifranquista de la UCD). El líder del PP se metió en un jardín peligroso y estúpido al presentar la Guerra Civil como un conflicto entre la democracia y la ley. Bastante tiene con sus torpezas para tener que cargar con las de otros.